Eusebio era un banquero de los de antes. De los que a la
entrada y a la salida miraban de reojo la peluquería y el restaurante
colindantes observando si eran negocios en auge, susceptibles de ser
prestatarios de efectivo, o por el contrario tenía que, pasando un muy mal
trago, negarles el dinero. Muchos eusebios eran los responsables de que la cosa
fuese bien o mal. Años más tarde llegaron decenas de mileuristas que desde Tres
Cantos elaboraban plantillas clónicas, genéricas, insípidas y frías que otros,
menos que mileuristas, cubrían en cada
oficina local cual funcionarios chinos sin poder poner ni quitar nada.
Eusebio llegó a lo más alto, siendo director de la oficina
principal de la ciudad. Aunque siempre se jactó de no ser de los que se ponen
de puntillas para la foto siendo ya los más altos, Eusebio se vio inmerso en el
batido económico y acabó volviéndose áspero, chulo y prepotente frente a todo
el mundo. Eusebio se convirtió en lo contrario de lo que era. El buen humor lo
convirtio en acidez, el espíritu constructivo en canibalismo oficial, el
buenrollismo con la gente en acusada y extrema altivez. Prácticamente se
convirtió en un rico de parábola.
Y un buen día, el menú del día se acabó, todo se vino abajo
como un castillo de naipes y Eusebio tuvo que agachar la cabeza. Agachó la
cabeza demostrando el efecto de la gravedad. De las dos gravedades. Y como sí tenía años pero no tantos, las
fusiones de entidades, que venían a ser una vendimia de uvas casi podres, le
llevó a una oficina de barrio. Una vuelta atrás.
Aguantó como pudo un par de años más pero como la paella
tenía mucho arroz y poca carne, Eusebio recibió un buen día un comunicado. Debía
cubrir un formulario muy parecido a los formularios insípidos y fríos: el suyo
propio.
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