Lara e Isabel eran
amigas aproximadamente desde poco después de que su enuresis infantil nocturna
se extinguiese de manera natural, como suele ocurrir. No sólo amigas, sino muy
buenas amigas. De esas que se abrasan los dedos retirando a un lado las ascuas ardientes
en forma de peligro de sábado (o jueves) nocturno. Amigas de esas de las que te
sabes su número de teléfono móvil de memoria. El suyo y el de sus padres,
hermano, tías y abuelas. Aunque seas de letras y sumar llevando te origine
necesidad de una tapa de ibuprofeno.
Compañeras de piso
universitario y de carrera (Biología), Lara e Isabel disfrutaban de esa especie
de sensación telepática de conocer de antemano lo que una va a decir y hacer en
una situación concreta, solamente con alzar la vista y emitir un barrido visual
simple.
Por eso cuando en un
momento dado Lara empezó a decir y hacer gilipolleces, Isabel se mosqueó.
Lara, no obesa mórbida
pero sí con un sobrepeso notable según el sentido común masculino, y
descendiente de la marmota estándar a efectos de horas de sueño, comenzó a ir a
un gimnasio a primerísima hora de la mañana. Un día de camino a la universidad
sugirió a Isabel que se desviasen de la ruta habitual para… comprar el
periódico. –¿Periódico? Pero si puedes leerlo en internet luego. Y además ahora
mismo tenemos clase, hasta la una- comentó Isabel.
Otra vez sin venir a
cuento Lara comenzó a hablar de África y el Magreb con un misticismo
extrañísimo. Otro día le metió de camino una macroconferencia sobre unos frutos
raros que son como palos secos que se chupan y apenas saben a nada, que se
compran en algunos hipermercados, dándole una importancia desmesurada. En otra
ocasión Isabel vio como Lara en la cafetería habitual con los amigos de siempre
de los viernes comentó que las ideas no son más que sombras de la realidad, que
ya lo había dicho Platón. Todo esto dentro de la clásica discusión de si cenar
en el restaurante típico americano o en el pseudoitaliano.
Isabel empezó a darle
vueltas a la cabeza pensando que quizás Lara estaba empezando a volverse pirada
y punto. Pero no. Posiblemente alguna secta la estaba captando. Era eso. ¿Pero
cuando? Si se pasaban juntas o al menos tenían una idea de dónde estaba la una
y la otra la mayor parte de las horas del día…
Lara un día, tras la
cena de sofá, en medio de ese tiempo que pasa entre que ya has hablado por
teléfono con los de casa y te vas definitivamente a dormir, le dijo a Isabel:
-Isa, todos tenemos un secreto inconfesable ¿cuál es el tuyo?-
Isabel, que ya no se
esperaba ese lanzamiento triple porque la señal acústica de fin del día ya
había sonado, se empezó a descojonar a carcajada viva. Lara, mientras tanto,
guardaba silencio.
El móvil de Lara, en
concreto un trozo se subidón caótico de la canción The Tempest de Mike
Oldfield, comenzó a sonar. Lara se fue a su habitación a hablar.
Isabel aprovechó para
irse a la cocina a sacar unas empanadillas del congelador para preparar
rápidamente de comida el día siguiente, como hacían todos los miércoles. Por
una cuestión de azar, destino, o llámesele casualidad casual, encima de la mesa
de la cocina se encontró con un sobre abierto de la compañía telefónica. Nunca
lo había hecho porque no le encontraba demasiada vidilla a ver la factura de
Lara. Nunca hasta entonces le había interesado ver el contenido minuto a minuto
de las llamadas de su teléfono móvil. Pero todo era tan raro que Isabel no se
lo pensó dos veces, tomó los folios verdes y empezó a escudriñar su
contenido.
Nada extraño, ninguna
llamada más larga de lo habitual, ni más frecuente que de costumbre, ni ningún
número que a Isabel le pareciese extraño. Iba ya a soltar el papel cuando un
reflejo ultrarrápido le hizo percatarse de que uno de los números, en concreto
de un teléfono fijo, era conocido para ella y muy frecuente también para Lara,
ya que a él llamaba todos los días. ¡Entre las siete y siete y media de la
mañana!
Haciendo un esfuerzo
ímprobo, retuvo el número en su mente y se fue directa a su propio teléfono
móvil y lo marcó. No lo tenía en su agenda. Entonces en medio de una exaltación
importante accedió a internet desde el propio móvil y en el buscador de
referencia, a pelo, a bocajarro, tecleó los dígitos uno a uno y accionó la
tecla de búsqueda.
Isabel vio en pantalla
algo que hizo que se tranquilizase en cuanto a que ese número estaba perfectamente
identificado y significaba, al menos, que Lara no estaba introducida en alguna
secta.
No. Era algo peor.
Muchísimo peor.