jueves, 10 de enero de 2013

Empanadillas del congelador


Lara e Isabel eran amigas aproximadamente desde poco después de que su enuresis infantil nocturna se extinguiese de manera natural, como suele ocurrir. No sólo amigas, sino muy buenas amigas. De esas que se abrasan los dedos retirando a un lado las ascuas ardientes en forma de peligro de sábado (o jueves) nocturno. Amigas de esas de las que te sabes su número de teléfono móvil de memoria. El suyo y el de sus padres, hermano, tías y abuelas. Aunque seas de letras y sumar llevando te origine necesidad de una tapa de ibuprofeno.
Compañeras de piso universitario y de carrera (Biología), Lara e Isabel disfrutaban de esa especie de sensación telepática de conocer de antemano lo que una va a decir y hacer en una situación concreta, solamente con alzar la vista y emitir un barrido visual simple.
Por eso cuando en un momento dado Lara empezó a decir y hacer gilipolleces, Isabel se mosqueó.
Lara, no obesa mórbida pero sí con un sobrepeso notable según el sentido común masculino, y descendiente de la marmota estándar a efectos de horas de sueño, comenzó a ir a un gimnasio a primerísima hora de la mañana. Un día de camino a la universidad sugirió a Isabel que se desviasen de la ruta habitual para… comprar el periódico. –¿Periódico? Pero si puedes leerlo en internet luego. Y además ahora mismo tenemos clase, hasta la una- comentó Isabel.
Otra vez sin venir a cuento Lara comenzó a hablar de África y el Magreb con un misticismo extrañísimo. Otro día le metió de camino una macroconferencia sobre unos frutos raros que son como palos secos que se chupan y apenas saben a nada, que se compran en algunos hipermercados, dándole una importancia desmesurada. En otra ocasión Isabel vio como Lara en la cafetería habitual con los amigos de siempre de los viernes comentó que las ideas no son más que sombras de la realidad, que ya lo había dicho Platón. Todo esto dentro de la clásica discusión de si cenar en el restaurante típico americano o en el pseudoitaliano.
Isabel empezó a darle vueltas a la cabeza pensando que quizás Lara estaba empezando a volverse pirada y punto. Pero no. Posiblemente alguna secta la estaba captando. Era eso. ¿Pero cuando? Si se pasaban juntas o al menos tenían una idea de dónde estaba la una y la otra la mayor parte de las horas del día…
Lara un día, tras la cena de sofá, en medio de ese tiempo que pasa entre que ya has hablado por teléfono con los de casa y te vas definitivamente a dormir, le dijo a Isabel: -Isa, todos tenemos un secreto inconfesable ¿cuál es el tuyo?-
Isabel, que ya no se esperaba ese lanzamiento triple porque la señal acústica de fin del día ya había sonado, se empezó a descojonar a carcajada viva. Lara, mientras tanto, guardaba silencio.
El móvil de Lara, en concreto un trozo se subidón caótico de la canción The Tempest de Mike Oldfield, comenzó a sonar. Lara se fue a su habitación a hablar.
Isabel aprovechó para irse a la cocina a sacar unas empanadillas del congelador para preparar rápidamente de comida el día siguiente, como hacían todos los miércoles. Por una cuestión de azar, destino, o llámesele casualidad casual, encima de la mesa de la cocina se encontró con un sobre abierto de la compañía telefónica. Nunca lo había hecho porque no le encontraba demasiada vidilla a ver la factura de Lara. Nunca hasta entonces le había interesado ver el contenido minuto a minuto de las llamadas de su teléfono móvil. Pero todo era tan raro que Isabel no se lo pensó dos veces, tomó los folios verdes y empezó a escudriñar su contenido. 
Nada extraño, ninguna llamada más larga de lo habitual, ni más frecuente que de costumbre, ni ningún número que a Isabel le pareciese extraño. Iba ya a soltar el papel cuando un reflejo ultrarrápido le hizo percatarse de que uno de los números, en concreto de un teléfono fijo, era conocido para ella y muy frecuente también para Lara, ya que a él llamaba todos los días. ¡Entre las siete y siete y media de la mañana!
Haciendo un esfuerzo ímprobo, retuvo el número en su mente y se fue directa a su propio teléfono móvil y lo marcó. No lo tenía en su agenda. Entonces en medio de una exaltación importante accedió a internet desde el propio móvil y en el buscador de referencia, a pelo, a bocajarro, tecleó los dígitos uno a uno y accionó la tecla de búsqueda.
Isabel vio en pantalla algo que hizo que se tranquilizase en cuanto a que ese número estaba perfectamente identificado y significaba, al menos, que Lara no estaba introducida en alguna secta.
No. Era algo peor. Muchísimo peor.