viernes, 29 de junio de 2012

Palpación ginecológica bovina


Juanjo, soltero de nuevo desde hace tres meses debido a una estancia Erasmus con cierta complejidad, decidió que en lo que quedaba de curso no iba a hacer el gilipollas e iba ponerse a estudiar y terminar la puta carrera de empresariales, que para eso siempre se dijo que es una carrera fácil. Centremos el tema, octavo curso consecutivo para obtener la diplomatura, cuyo plan de estudios determina que son tres.

Por eso cuando su prima Bárbara le propuso ir el jueves a un concierto de un grupito que estaba muy bien, Juanjo dijo un simple no. Música étnica -le dijo ella- seguro que te gusta. Juanjo respiró y contó hasta trece mil porque con el rollito ese ya sabía por donde iban los tiros. –No, Bárbara. Tengo que estudiar- declaró Juanjo.

Bárbara más que probablemente iría con alguna amiga soltera, no necesariamente horrible, pero con algún tipo de carencia afectiva y efectiva. Llámese timidez extrema grado pronuncio en voz alta no más de diez no monosílabos, o bien extraversión que roza el umbral humano de la ruptura timpánica: la clásica taladradora de oido cuyo interés por sus relatos es inversamente proporcional al número de ellos.

Juanjo había dicho un no a priori inamovible pero como Bárbara era reincidente hasta decir otorrinolaringólogo, solamente por no aguantar más mensajes y llamadas, y porque en el fondo para Juanjo, de profesión universitario, no salir un jueves era como comerse una ensalada de lechuga sin aliñar, pues allá que se fue, pensando de camino en el metro, con saña, muy mala saña, cómo sería la amiga de hoy. ¿Obesa? ¿Facialmente fea? ¿Físicamente aceptable pero mentalmente como una regadera? ¿Cómo una regadera de juguete o como una regadera de vivero de plantas profesional?

El concierto era en un teatro pequeñín, la entrada barata, mil trescientas cincuenta pesetas  (ocho euros con diez céntimos de los antiguos euros). El grupo se llamaba Millian Samiba o algo así. Música étnica, dizque. Música de esa que te ponen de fondo cuando llamas al servicio de atención telefónica, antes de que te conteste el peruano desde Bolivia y tú le comentes que no tienes buena cobertura en el pueblo, en Villarejos, por debajo de la iglesia. Así de entrada, al conocer los detalles técnicos, Juanjo flipó. Ese tipo de música se lo imaginaba como esa música creada por trozos de metal golpeando una medalla gigante, silbidos en tubos de madera agujereados irregularmente y sonidos producidos por trozos de cuerda gorda vibrante atada a círculos en forma de arpa casera.

Y vibrante fue ver aparecer a Beatriz con su novio Ángel y su amiga, supuestamente para Juanjo, para olvidar todo lo pre y post Erasmus, a la puerta del teatro. Vibrante porque la amiga, Diana, resultó ser una hembra con letra capital. Alta, melena morena, ojos verdes, cara isomorfa y antisimétrica, dientes blancos naturales, piernas largas pero sin exagerar, cintura que no necesita ser acotada por cinturones de las rebajas, zapatos de medio tacón, y un vestido blanco ibicenco en tejido que las mujeres creo que llaman de gasa. El maquillaje, justo y necesario tirando a poco. Diana debía de ser de esas pocas mujeres que nada más levantarse serían identificadas hábilmente por una ronda de testigos mediante la foto del carnet de identidad. 

Iba bastante pija, sí. Pero da igual. Una pija cañón.

Juanjo se acercó con un subidón de caballo de carreras, pensando en que esa noche de jueves universitario podía ser memorable. No pudo aguantar más y de paso que hacía un amago de ir a ver cómo iba el tema entradas, le mandó el clásico mensaje de texto formato telegrama a su más mejor amigo, Marcos, que esa noche estaba recluido y aburrido en el pueblo debido a un compromiso familiar (la inminente matanza de tres puercos). En concreto: “No es un trol, es cachonda que  flipas”.

Charlaron de vaguedades, Diana además de todo lo anterior, en apenas dos minutos a Juanjo le pareció la mujer más interesante, culta, inteligente y lista del último milenio (sin entrar en el tema premios Nobel). Sí, en dos minutos Juanjo obtuvo toda esa información. Un auténtico as.

El evento transcurrió bastante más rápido de los esperado, lo cual Juanjo agradeció sobremanera. La música era bonita pero no le terminaba de ver el punto. Ángel y Bárbara comentaban entre ellos todo tipo de detalles musicales que a Juanjo le desbordaban. Desde luego no sabía como podían hablar de la afinación de tal o cual cacharro. Y Diana… Diana estuvo muy cerquita de Juanjo, comentándole un poco de todo. Pero la cara de Juanjo era una mezcla de estupor infantil, mareo de noria o barca barata, revuelto de setas (en el estómago, quiero decir) y palpación ginecológica bovina con guantes de plástico.

Cuando salieron, llegados al punto físico donde la cobertura del móvil de Juanjo decía que sí, que aquello ya estaba operativamente operativo, Juanjo recibió un mensaje de Marcos preguntando un poco por el partido. Justo en el mismo momento fue cuando Diana le habló de intercambiarse los números de teléfono móvil, a lo que Juanjo pues, obviamente, no se negó. Así lo hicieron.

Juanjo, apresuradamente sin que Diana, Bárbara o Ángel le viesen o le entretuviesen escribió un mensaje para Marcos. Se lo envió, pero… ¡oh!, con el lío acabó enviándoselo al nuevo número añadido a la agenda.

Diana oyó el pitido de su móvil, miró su pantallica y dijo: -Ah, Juanjo, ¿me has enviado un mensaje?. Juanjo entonces sí que casi pierde el conocimiento. Su cara empeoró si es que era técnicamente posible y se tornó de blanco pálido a rosa y añil.

El mensaje de texto rezaba: “Buah, esta tía es halitósica perdida, preferiría besar a uno de tus puercos antes que a ella”

miércoles, 27 de junio de 2012

Racionalidad cero


Como era marzo, no llovía, el encuentro no era excesivamente lejos, y Ana trabajaba de doble turno tarde-noche (cosas raras de los turnos de enfermeras), accedí a ir y a ir caminando. Pedro, compañero de bufete había sido padre primerizo nada menos que de trillizos. Isabel me propuso quedar con ella y con Marcos, compañero abogado, para llevarle un detallín a los críos. Detallín triple, que pensaba yo que con algo genérico en plan paracetamol pero en regalo para los tres, ya sería suficiente, pero no. Tres peluches que doblaban en metros cúbicos el volumen de cada nuevo infante, un ramo de flores envueltas en papel de platino (visto el precio) para la madre, un estuche de cuero absurdo para el padre y no le llevamos nada a las suegras de ambos porque el jefe de protocolo de la Casa Real de los Emiratos Árabes debía estar de baja e Isabel no pudo pedirle consejo. Hay que joderse.

Isabel me comentó mediante mensaje telefónico de nueva generación que Marcos iba a venir con Andrea, su pareja. Al parecer conocía a la madre de los nuevos habitantes de no se qué cosa y ya puestos pues la visita era completa.

No voy a negar que el hecho de que fuese a añadirse al evento alguien más, fue en aquel más que probable bodrio de tarde el revulsivo que podía animar los minutos. Los maridos, mujeres y complementos habitacionales de los demás, en concreto de compañeros de trabajo, siempre provocan curiosidad, básicamente malsana. Si la novia de un guapo es fea, te descojonas. Si está potente te da envidia. Si apenas habla te da un poco de pena. Si es una tía de puta madre te dices: ¡qué capullo él!

De camino, como no tenía otra cosa que hacer ni en qué pensar, me imaginé cómo sería Andrea. Marcos, con el que realmente no tenía una relación fluida ni siquiera de compadreo cultural-futbolístico, era lo que se diría pues un tipo normal. Ni alto ni bajo, ni feo ni guapo, miope con gafas estilosas, de traje azul o negro con corbatas estándar y, lo más llamativo, adicto a los perfumes extravagantes. Lo mismo un día aparecía oliendo a canela de la que se echa al arroz con leche que al día siguiente te recordaba a un suavizante de esos con fragancia de rosas rurales. Eso debía ser cosa de Andrea, que lo mismo trabajaba en la perfumería de unos grandes almacenes y le conseguía muestras de estas que llevas en el coche para las urgencias de sudor de ciudad.

Andrea probablemente sería rubia. No sé por qué me imaginé eso. Rubia. Quizás con ojos negros. No ojos negros de estos muy potentes sino negros mate. Andrea sería sí, perfumista. E iría bien preparadita, con medias de las buenas recién compradas, con tacones de media altura, y al presentarnos yo le daría dos besos casi poniéndome de puntillas, que es lo malo de ser bajito.

A lo mejor, Andrea sería morena, y no trabajaría perfumando al personal sino en algo donde se requiera de más capacidad intelectual. Lo mismo hasta era científica. Y trabajaría en un laboratorio gigante con bichos anestesiados con líquidos inyectados con jeringuillas de yonqui.

Pensando estas cosas esquivé con sumo cuidado un resto de defecación de un perro doméstico dirigido por su ama con una correa de cuerda barata. No había una razón principal más allá de la ociosidad y tediosidad del día, pero conforme estaba llegando al punto de encuentro, más ganas tenía de conocer a Andrea.

Bien pensado Andrea, la novia, o lo que sea de Marcos, probablemente, fijo que sí, sería profesora de arte. De estas mujeres que con una servilleta de papel o un rotulador de los denominandos permanentes, hacen una parida que te parece una pieza artística de primer nivel. Y llevaría gafitas de estas metálicas, delgaditas y rectangulares como la americana esta que estaba como una regadera y quería ser vicepresidenta. Sí, Andrea sería una tía interesante, lista, guapa y con estilo.

El rollo de la visita a los trillizos iba a tener salsilla. Excelente.

Con tanta actividad mental, el camino se había hecho cortísimo. En nada, ya estaba en la calle Adelfas, donde estaba el nuevo hogar de los trillizos. En una cafetería, llamada Adelfas también, situada en el bajo del mismo edificio, habíamos quedado para ir juntos y no llegar por etapas a la casa. Entré y pude ver en una mesa a Marcos y a Isabel. Mierda, al final Andrea no debía haber venido.

Tanto tiempo haciendo cábalas absurdas sobre como sería Andrea, y seguro que nada, de esta tampoco la iba a conocer. Y si no era en aquel momento, a saber cuando, porque no todas las semanas nacen trillizos. Me estaba bien por vender la piel del oso antes de cazarlo. Menuda ofuscación mental.

Me senté, pedí un café cortado, y oí como terminaban una breve conversación. Me pareció entender que Marcos se iba en Semana Santa a Italia, en concreto a Pisa, a ver a la familia de Andrea y tal. Pensé para mis adentros que Marcos era un cabrón suertudo. Andrea, encima italiana, probablemente rubia, le haría pizzas y platos suculentos basados en recetas clásicas romanas, mientras yo tenía que cenar a solas pan de sandwich con mortadela de oferta porque vivo con una enfermera, de esas que acumulan turnos a lo loco para luego librar semanas enteras también a lo loco. Racionalidad cero.

Y así estaba yo ensimismado en la pizza, los trillizos, obervando el paquete gigante de los peluches, pensando en si las plantas verdes de la calle eran las putas adelfas que dan nombre a la calle, al bar y a toda la zona, cuando Marcos me dijo: -por cierto, Andrea ha ido al baño, creo que no os conocéis-

-¡Coño!- pensé-. Sí que está, pero en el baño. Bien. A ver tengo que centrarme, que no piense que soy un atontado, porque menuda paranoia me traigo con ella, que no la conozco de nada. ¿A qué se dedicará Andrea?, ¿será química?, ¿profesora de arte?, ¿cajera de supermercado?, ¿comercial a puerta fría?, ¿morena? ¿rubia?, ¿fea?

En décimas, milésimas, cienmilésimas después, o como cojones se llame la unidad de tiempo inmediatamente inferior, si es que el umbral perceptivo humano es capaz de su detección, Marcos nos presentó con alegría.

Dijo: -Él es Bruno, compañero del despacho, y él es Andrea, mi marido.


sábado, 23 de junio de 2012

Si vuelves no me hagas despertar


Si piensas que arrojando al mar las cartas
puedes olvidar
recuerda que solo es fuego verdadero de ésta, la noche misteriosa
donde pierdes con acierto esos lamentos
si te envuelves y vuelves
a enredar.

Lo nuevo reaparece y se transforma
y lo pequeño que te atrona
te supera y desespera
para volver a descubrir el fuego que no quema
y que reclama
que si vuelves no me hagas despertar.

viernes, 22 de junio de 2012

Subordinadas adverbiales con la hoja apaisada


Silvia recogió de manera automática la tarjeta del párking, aparcó su coche con relativa facilidad dada la hora que era y se dirigió al ascensor mientras guardaba la dichosa tarjeta en la cartera y ésta a su vez dentro del bolso. Tendría que hacer compras por valor de quince euros para no tener que pagar por aparcar. Tarea trivial para Silvia.

Dentro de aquel gigante ascensor,  hermano de un ascensor de hospital, fue donde escuchó muy de fondo aquella canción. La canción. Y al momento, Silvia se montó en un DeLorean sui géneris.

La selectividad. Ese proceso que empieza técnicamente el octubre anterior y que marcó, quieras que no, toda la vida de Silvia. Quiere estudiar ingeniería de telecomunicaciones, carrera sin paro y con mucha pasta. Estudiar, estudiar, estudiar y estudiar.

Pero una tarde tonta aparece Dani y pasa lo que tiene que pasar. Silvia flaquea en un par de exámenes y entonces hay que tomar medidas. Silvia y Dani se juran amor eterno y todas las demás cosas que se dicen en las películas pero que dudo que sean dichas en la vida real. Deciden de mutuo acuerdo esperar a que pase la selectividad, y después sí, se irán a celebrar el San Juan, saltarán sobre el fuego en la playa, beberán hasta orinar cantidades récord, el verano será apoteósico y ambos estudiarán telecomunicaciones. Silvia hace plan tras plan para ese verano y para lo que sigue, se le ocurren mil ideas, de noche, por la mañana, mientras repasa a Marcuse y Kant, mientras analiza las subordinadas adverbiales con la hoja apaisada y mientras su madre le lleva y posa sobre el escritorio un recipiente plástico conteniendo Actimel con Ele-casei-imunitas.

Sin que lo sepa mamá escucha la radio, en la que a las horas punta y a las medias suena la canción. Una y otra vez. Silvia la toma como banda sonora del momento. Cierra los ojos y tira hacia delante, sin pensar en todo el tiempo que falta todavía, todo el esfuerzo que habrá que hacer, renunciando a estar ya todas las horas con Dani. Pero da igual, después de selectividad, todo se compensará. Merece la pena esperar.

Y fue en la noche de San Juan, con la selectividad a la espalda, con la nota conocida y con la entrada a la carrera deseada de ambos ya conseguida, cuando después de evitar a Silvia de una manera extraña, lo cual era una señal evidente de lo que vino después, Dani le dijo: -mira Silvia, es que… no.-

Silvia caminó y no tuvo más remedio que escuchar la canción completa. No tuvo humor ni para entrar en Zara. Se dirigió de nuevo al ascensor y se fue a por el coche. Tuvo que pagar veinticinco céntimos. Casi once años sin escuchar aquella ridícula canción, casi once años sin saber de Dani… y casi once años sin haberle olvidado todavía.

Más que sin olvidarle al él, de lo que no se olvida Silvia es de que no debes postergar nada a después de la selectividad, ni a después de esto o después de lo otro. Silvia cree que las cosas cuando las necesitas es aquí y ahora y si no las tienes aquí y ahora, cuando te hacen falta, ¿para qué después?.

Once años después Silvia pensó que quizás tenía razón Dani.

Es que… no. Así no.

miércoles, 20 de junio de 2012

Semanas de queja compulsiva


Hay veces en que decimos cosas que, incluso antes de haber terminado de pronunciar, en el momento mismo de expresar mediante frases más o menos elaboradas, tanto al hilo de una consersación crispada y encendida como de una charla desanimada esperando a que venga un ángel y nos ilumine el momento, sabemos que originarán un incremento de la subida del pan.

Petra acababa de ser consciente de ello en aquel justo momento, aunque sus escuchantes puntuales entorno a la mesa parecían ser sufridores temporales de hipoacusia o bien eran fans de Ikea.

Petra en principio no quería que sus amigos se enterasen de aquello que ella suponía sería un motivo de mofa importante. Por eso intentaba poner excusas variopintas con dudosa originalidad y fundamentos infantiles. Como aquellos que ante los vómitos de las primeras borracheras se excusan con el hábito adquirido de ingerir cortezas de cerdo mezcladas con gominolas o los que son vistos y oidos en ambientados locales y se excusan manifestando la ignorancia o apelando a la casualidad nocturna de una noche loca.

Petra había miccionado en modo ascendente y ahora el viento de sus palabras podría embeberla considerablemente.

Petra, tras mucho tiempo rajando del hecho de tener animales en casa de una manera que rozaba el golpeo a mano abierta preventivo, tras meses llamando cerdos directa e indirectamente a los que teníamos perro en casa y lo queríamos como a un hijo (matrículas universitarias aparte) y lo dejábamos subir al sofá, y tras semanas de queja compulsiva sobre la cantidad de pelos sueltos que dejaban éstos en ropa, coches y demás parientes; tras todo eso, Petra acababa de soltar por su boquita que el sábado próximo había un concurso de mascotas organizado por la asociación de vecinos y que ella lo mismo iba.

Los demás no dijimos nada durante los primeros trece o catorce segundos. Después el abucheo fue verdaderamente increible, las ondas sonoras de las risas llegaron a detectarse en un medidor sísmico sito en Melilla, y la piel facial de Petra se tornó en rojo ketchup de marca blanca con una velocidad al límite de la legalidad.

Todos lo sabíamos ya pero Petra confirmó el dato: Víctor, el nuevo, tenía un Fox Terrier.

martes, 12 de junio de 2012

Sin saber por qué


María pidió un café con leche con un donut, desayuno número tres del día tras el yogurt con trozos de frutas desconocidas en la Península Ibérica, con un microbollo de pan con semillas de cosas raras pegadas en la cáscara, y un café cortado con un croissant estándar justo antes de entrar a trabajar. A las cinco menos algo.

Se sentó junto al resto de compañeras. Todas ellas formaban un grupo distinguible a lo lejos por su vestimenta a rayas azules y blancas, con zuecos blancos también. El local elegido era uno de los muchos buenos bares que rodean el recinto universitario del lugar. En otra de las mesas, un grupo de jóvenes mezclados con no tan jóvenes ríen y hablan a partes iguales. En la esquina, María observa como una pareja de chico y chica resuelven problemas. Hablando el uno mientras el otro mira de lado al vacío como queriendo no oír. No son problemas de física. En otra de las mesas, en esta sí, otros dos chicos se miran y se besan como a trocitos. María ve en sus ojos ese brillo inconfundible de los enamorados y su encuentro matutino. María corta el donut en trozos iguales y moja uno a uno en el café que para entonces ya está medio templado, cosa que María detesta. Aunque tampoco detesta muchas cosas más. Atendiendo, un camarero dormido pero por cuestiones informáticas, ordena los periódicos que la gente descoloca, llena de migas y humedece con gotas. María le vigila sin saber por qué.

Las mujeres de rayas hablan de lo divino, de lo cómico, de ellas mismas y de otros. Enlazan un tema con otro de manera desordenada pero sin aturullar. Se ríen. María también. Todas hablan, pero lo más importante, todas se escuchan. Lo mismo da que una cuente cómo pelar cebollas sin llorar o que otra exprese su preocupación porque su hija de quince años quiere dejar de jugar a baloncesto cuando lleva haciéndolo toda la vida. María se sorprende de que ante temas de tan poca enjundia, todas estén atentas y más o menos expresen su opinión. Le encanta estar allí, con ellas.

Gloria, que es con la que mejor se lleva, llega tarde. Aparece con un sobre de fotos de la primera comunión, el pasado domingo, de una de sus hijas. No son muchas. María piensa en la cantidad de fotos que últimamente se hacen, muchas muy buenas, y las pocas que acaban revelándose. Muchas nunca nadie las verá. Porque hay muchas cosas que están ahí, claro, pero sólo lo sabemos nosotros y vemos nosotros, y por apatía, desgana o por no se sabe qué, no mostramos a los demás.

María en estos siete meses ha aprendido no sólo a manejarse con el bicho de encerar esos suelos amplios de los vestíbulos de las facultades o a dejar un cristal brillante como los ojos de los chicos enamorados. María en estos siete meses aprende todo aquello que nadie fue capaz de enseñarle ni en la universidad ni en ninguna academia.

Gloria y María, tras el café se vuelven a su zona. Todavía quedan dos grupos de cuartos de baño por limpiar. María piensa en romper con su obligación y confesarle a Gloria que es su último día allí, con ellas. Pero sabe que no puede hacer eso.

Al día siguiente en comisaría, el inspector Javier Tablada le cuenta a la oficial María Pérez que siente que la operación de infiltración en la universidad en el servicio de limpieza haya resultado un fracaso. Habían seguido una pista falsa. Agradece la labor de Pérez y le recuerda que será tenida en cuenta a la hora del ascenso.

La oficial Pérez, María Pérez, que desde hace un año sueña con poder ser subinspectora, siente que quizás ya le dé igual.

María cree que sí querría ascender sí, pero ascender a ser, no una infiltrada o una fingidora a sueldo, sino a ser de verdad una de aquellas mujeres de rayas.  

jueves, 7 de junio de 2012

No siempre pero a veces


Si piensas lo que piensas
retrocedes  y te paras a mirar
y ves que todo lo que ves es agua azul y arena negra
decides que no siempre pero a veces
no es bueno tirarlo todo por tierra

Encuentras y descubres lo pequeño
porque es grande
y consigues aceptarlo

Si buscabas y encontraste
pero las tres puertas cerraste guardando bajo llave
no lo pierdas porque es grande

Descubres que monedas y cartones
de múltiples colores y grosores
ya no sirven
si no es con trozos
de vacilaciones entre edredones