Juanjo, soltero de nuevo desde hace tres
meses debido a una estancia Erasmus con cierta complejidad, decidió que en lo
que quedaba de curso no iba a hacer el gilipollas e iba ponerse a estudiar y
terminar la puta carrera de empresariales, que para eso siempre se dijo que es
una carrera fácil. Centremos el tema, octavo curso consecutivo para obtener la
diplomatura, cuyo plan de estudios determina que son tres.
Por eso cuando su prima Bárbara le propuso ir
el jueves a un concierto de un grupito que estaba muy bien, Juanjo dijo un
simple no. Música étnica -le dijo ella- seguro que te gusta. Juanjo respiró y
contó hasta trece mil porque con el rollito ese ya sabía por donde iban los
tiros. –No, Bárbara. Tengo que estudiar- declaró Juanjo.
Bárbara más que probablemente iría con alguna
amiga soltera, no necesariamente horrible, pero con algún tipo de carencia
afectiva y efectiva. Llámese timidez extrema grado pronuncio en voz alta no más
de diez no monosílabos, o bien extraversión que roza el umbral humano de la
ruptura timpánica: la clásica taladradora de oido cuyo interés por sus relatos
es inversamente proporcional al número de ellos.
Juanjo había dicho un no a priori inamovible
pero como Bárbara era reincidente hasta decir otorrinolaringólogo, solamente
por no aguantar más mensajes y llamadas, y porque en el fondo para Juanjo, de
profesión universitario, no salir un jueves era como comerse una ensalada de
lechuga sin aliñar, pues allá que se fue, pensando de camino en el metro, con
saña, muy mala saña, cómo sería la amiga de hoy. ¿Obesa? ¿Facialmente fea?
¿Físicamente aceptable pero mentalmente como una regadera? ¿Cómo una regadera
de juguete o como una regadera de vivero de plantas profesional?
El concierto era en un teatro pequeñín, la
entrada barata, mil trescientas cincuenta pesetas (ocho euros con diez céntimos de los antiguos
euros). El grupo se llamaba Millian Samiba o algo así. Música étnica, dizque.
Música de esa que te ponen de fondo cuando llamas al servicio de atención
telefónica, antes de que te conteste el peruano desde Bolivia y tú le comentes
que no tienes buena cobertura en el pueblo, en Villarejos, por debajo de la
iglesia. Así de entrada, al conocer los detalles técnicos, Juanjo flipó. Ese
tipo de música se lo imaginaba como esa música creada por trozos de metal
golpeando una medalla gigante, silbidos en tubos de madera agujereados
irregularmente y sonidos producidos por trozos de cuerda gorda vibrante atada a
círculos en forma de arpa casera.
Y vibrante fue ver aparecer a Beatriz con su
novio Ángel y su amiga, supuestamente para Juanjo, para olvidar todo lo pre y
post Erasmus, a la puerta del teatro. Vibrante porque la amiga, Diana, resultó
ser una hembra con letra capital. Alta, melena morena, ojos verdes, cara
isomorfa y antisimétrica, dientes blancos naturales, piernas largas pero sin
exagerar, cintura que no necesita ser acotada por cinturones de las rebajas,
zapatos de medio tacón, y un vestido blanco ibicenco en tejido que las mujeres
creo que llaman de gasa. El maquillaje, justo y necesario tirando a poco. Diana
debía de ser de esas pocas mujeres que nada más levantarse serían identificadas
hábilmente por una ronda de testigos mediante la foto del carnet de
identidad.
Iba bastante pija, sí. Pero da igual. Una
pija cañón.
Juanjo se acercó con un subidón de caballo de
carreras, pensando en que esa noche de jueves universitario podía ser
memorable. No pudo aguantar más y de paso que hacía un amago de ir a ver cómo
iba el tema entradas, le mandó el clásico mensaje de texto formato telegrama a
su más mejor amigo, Marcos, que esa noche estaba recluido y aburrido en el
pueblo debido a un compromiso familiar (la inminente matanza de tres puercos).
En concreto: “No es un trol, es cachonda que
flipas”.
Charlaron de vaguedades, Diana además de todo
lo anterior, en apenas dos minutos a Juanjo le pareció la mujer más
interesante, culta, inteligente y lista del último milenio (sin entrar en el
tema premios Nobel). Sí, en dos minutos Juanjo obtuvo toda esa información. Un
auténtico as.
El evento transcurrió bastante más rápido de
los esperado, lo cual Juanjo agradeció sobremanera. La música era bonita pero
no le terminaba de ver el punto. Ángel y Bárbara comentaban entre ellos todo
tipo de detalles musicales que a Juanjo le desbordaban. Desde luego no sabía
como podían hablar de la afinación de tal o cual cacharro. Y Diana… Diana
estuvo muy cerquita de Juanjo, comentándole un poco de todo. Pero la cara de
Juanjo era una mezcla de estupor infantil, mareo de noria o barca barata,
revuelto de setas (en el estómago, quiero decir) y palpación ginecológica
bovina con guantes de plástico.
Cuando salieron, llegados al punto físico
donde la cobertura del móvil de Juanjo decía que sí, que aquello ya estaba
operativamente operativo, Juanjo recibió un mensaje de Marcos preguntando un
poco por el partido. Justo en el mismo momento fue cuando Diana le habló de
intercambiarse los números de teléfono móvil, a lo que Juanjo pues, obviamente,
no se negó. Así lo hicieron.
Juanjo, apresuradamente sin que Diana,
Bárbara o Ángel le viesen o le entretuviesen escribió un mensaje para Marcos.
Se lo envió, pero… ¡oh!, con el lío acabó enviándoselo al nuevo número añadido
a la agenda.
Diana oyó el pitido de su móvil, miró su
pantallica y dijo: -Ah, Juanjo, ¿me has enviado un mensaje?. Juanjo entonces sí
que casi pierde el conocimiento. Su cara empeoró si es que era técnicamente
posible y se tornó de blanco pálido a rosa y añil.
El mensaje de texto rezaba: “Buah, esta tía es halitósica perdida, preferiría besar a uno de tus puercos antes que a ella”