Bruno
cree que los niños y los borrachos nunca mienten. No se si esto es un refrán,
legalmente, o bien es una frase hecha de las muchas que circulan por autovías
de pago de ciertos eruditos de tertulia navideña.
Bruno
piensa que los niños son ingenuos, no ven dobles ni triples sentidos a las
cosas. Tienen una navaja de Ockham que dominan con maestría. Las personas que
son como niños, o al menos se comportan como tales, son criticadas por
infantilismo crónico y ausencia de una seriedad fatalmente entendida. Bruno
cree que como ellos, son los más listos.
Sobre
los borrachos que no se emborrachan y calibran las personas y sus situaciones,
retiran la grasa y se quedan con el magro, desechando la paja y ciñéndose al
núcleo, Bruno cree que son los verdaderos sabios. Sin rodeos ni pleonasmos, sin
superfluas obviedades ni oquedades, con palabras sencillas y sin esperar a que
todos pierdan el tiempo, dictan sentencias justas, rápidas y muy eficaces.
Bruno
lo comprobó el domingo. Volvía del baño, y al llegar a la barra sólo estaba el
borrachín que les había estado espiando con sigilo. Salió afuera a echar una
ojeada multidireccional y volvió a entrar dentro. Cuando sacó el móvil del
abrigo e hizo el ademán de marcar el número, el borrachín se acercó a Bruno y
le dijo con tono franco:
-Ahórrese
la llamada. Ahórrese todas las llamadas. No hay nada que hacer.
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