lunes, 30 de abril de 2012

Un futuro fracaso


Sara llegó tarde y se presentó ante la autoridad competente. Ésta estaba informada de su inminente llegada pero aún así le supuso un quebradero de cabeza su presencia. Sara probablemente no cumplía el perfil que la legislación aconsejaba pero era lo que había. La autoridad competente debía tomar lo poco que tenía y sacarle todo el partido. Esa autoridad, hundida ante los acontecimientos, entendía que lo que Sara suponía era prácticamente nada. Aún así la recibió con una sonrisa, diríase que sincera, pero en esencia una herramienta amortiguadora de un futuro fracaso.

[…] 

Dos meses después la autoridad competente dejó de serlo. Un cese que equivalía a un retroceso en posición personal, social y familiar, y un descenso en el número de euros en la cuenta-nómina. Un varapalo técnico que la ya nueva ex autoridad competente sufrió en silencio, con dolor y con varios hilos descosidos de humillación.

Sara no lo entendió así porque Sara nunca perdió la cabeza ni la sonrisa que en ella tenía dibujada de manera artesanal. No era tonta, pero no luchaba por demostrarlo por fascículos o a trozos. Sara había luchado sin prisa pero sin pausa. Luchando para que, al final de todo, cuando todos se van y no queda nadie más, la autoridad competente comprenda que, con seguridad, la única partida perdida es la que no se da.

martes, 24 de abril de 2012

Lagunas insalvables


Uno de los momentos en los que uno traga naranjas amargas en cápsulas y a solas, acontece cuando se verifica que ese consejo u opinión que no queríamos aceptar, se cumple a rajatabla.

El opinante-consejero nos muestra la verdad, la verdad buena que es la que escuece, y pateamos interiormente volcando sobre él una repentina inquina, aún sabiendo que puede que no vaya desencaminado.

Nos advierten que en ese alguien no podremos confiar, que con ese alguien no podremos contar cuando lo necesitemos, nos advierten que ese negocio originará conflictos, nos aconsejan no acudir a tal local, nos advierten que tal empeño tiene lagunas insalvables o nos aconsejan que si seguimos con tal operación, perderemos el tiempo, el dinero, la paciencia, la salud, el humor o la esperanza.

Aún así ignoramos los avisos y seguimos. La soberbia, paraguas de papel, nos protege del sol en tiempo seco pero pronto llega la tormenta. A solas, en un ascensor o en el metro, reconstruyes tu vida con tus piezas y saboreas las naranjas amargas viendo que estabas equivocado. Tremendamente equivocado.

lunes, 23 de abril de 2012

El valor que decanta el triunfo


Es domingo por la tarde y el hogar del pensionista está de bote en bote. Partida de brisca. Dos para dos. Maruja toma el mazo de cartas de su compañera de enfrente y cuenta los tantos. Un as once, un caballo tres. Visto lo visto, sospecha que va a perder la partida. Otra vez. Lleva contados unos treinta y pico, y por el grosor del fajo de cartas que le quedan, no va a llegar  a sesenta, el valor que decanta el triunfo.

Nos pasa a todos.

Sabemos que una vez más, todo nuestro esfuerzo no va a obtener un resultado satisfactorio, por más que nos hayamos mostrado dispuestos, optimistas e involucrados de principio a fin. Nos pasa a todos que contando las cartas, podemos poco a poco ir descubriendo que vamos a perder. Lo sabemos, sí, perfectamente. Aún así recoges las cartas y cuentas los tantos con cierta agitación. Cuando quedan pocas cartas por contar te encuentras un as, que vale once, y el recuento de tantos sube como la espuma. En tu interior despierto y atento recopilas mentalmente las bazas que jugaste con toda la emoción, aguardando que no viniese a joderte un tres de copas o un mísero triunfo en forma de dos de bastos.  Piensas: -¡qué bien jugué!-

Maruja llega al final, una sota. Total, cuarenta y siete. Maruja se amarga un poco. Le da rabia perder frente a Olga y Rita. En general, siendo muy modesta, cree que ella y Pepita juegan mil veces mejor que ellas. Pero pierden una vez más.

Nos pasa a todos.

Olga se ríe y la dentadura postiza pintada de rosa se le voltea dentro de la boca. A Maruja no le hace ni puta gracia que se choteen de ella. Rita pone paz y propone jugar otra partida.

Nos pasa a todos.

Si pierdes, la propuesta es una nueva partida. 

miércoles, 18 de abril de 2012

Una docena de entradas


Guarda la ropa que todavía no está lo suficientemente sucia como para enviarla a la sección de lavado, esto es, al gigante recipiente de mimbre, en el armario empotrado del pasillo. Será difícil encajarlo todo.

Vacía los tres ceniceros, dos de ellos de recuerdo de viajes de los buenos tiempos, y recoloca la cajita minúscula de madera donde se guardan los pendientes de joven y dos fotos de carnet diferentes de personas que también en los buenos tiempos eran alguien y hoy no se sabe qué son.

Se cuestiona si verter en el cubo de basura todas las varas de inciensos diferentes que como siempre en tiendas, reuniones místicas o casas de amigos huelen muy bien pero que en la de uno huelen a comida, ropa o basura requemada. Inciensos que precisan de ventilación. Decide que de momento no.
Adjudica una de las opciones disponibles a esas cartas que tanto se mueven. O volver a ser guardadas, o no. Las tira.

En los cajones, remanosea al menos una docena de entradas de conciertos, alguna sin agujerear, un billete de dos mil pesetas, el carnet del club de baloncesto, una moneda de diez céntimos de dólar, varios tickets de las primeras compras sin nadie al lado, una grapadora vieja, pegatinas de la empresa familiar, flores, muñecos y otras argucias en papel, un delfín de peluche, una muñequita sucia, rubia y guapa, y las fotos.

Todo aquello era por las fotos. Cuando quieres recordar algo o a alguien le das vueltas a la cabeza, remueves tus pertenencias, intentas poner orden en lo material como preparación para ordenar lo inordenable, quieres tirar todo y no tiras nada, crees que creas más espacio para cosas nuevas pero rellenas huecos con las mismas cosas.

Será difícil encajarlo todo.


miércoles, 11 de abril de 2012

El regalo



Solo nos habíamos quedado los pobres y los raros. Todos los demás llegaban ese día de excursión de Andalucía. Como todas las vísperas de vacaciones, el timbre sonó antes de tiempo, en concreto a las doce. Bajé charlando con Pablo Montáinez, raro no pobre con el que esa semana compartí horas muertas dentro del aula y en el patio.

Seis días antes me había despedido de Rafaela de una manera diríase que romántica, tras haber conseguido haber quedado para ir al cine, eso sí, como amigos. Le deseé un buen viaje y ella lamentó creo que sinceramente el que yo no fuese a ir a la excursión.

El colegio tenía dos salidas, la principal con dos portones de hierro forjado con unos escudos recargadísimos, y una lateral, en concordancia con los que por allí entrábamos y salíamos por mor de la zona de residencia: una puerta de mierda.

Resulta que ya habían llegado de la excursión la noche anterior. Moncho Prieto se había dejado caer por allí a comentarnos las jugadas más destacadas de la excursión. Algún gilipollas que se emborrachó con un botellín, la cachondilla que se había dado besines con el macarra de la otra clase, el derrumbe de la apariencia seria y tosca del profesor de dibujo (resulta que era un tío de puta madre) o lo guay que son la Giralda, la Alhambra y demás ornamentos de libro.

Aguardé militarmente hasta casi la una y media a que Rafaela hiciese acto de presencia, con la esperanza de que viniese a saludarme, o incluso entregarme el regalito andaluz, muy probablemente un lápiz de estos largos y flexibles, de los cuales había visto ya varios a lo largo de la mañana.
No quería darme por vencido pero aquello no daba más de sí. No había casi gente allí. Con lo cual decidí abrirme. Miré la salida principal, y ni rastro. Entré de nuevo para salir por el lugar habitual: la puerta de mierda. En dos patadas llegaría a casa, y ya esperaría a que Rafaela me mandase un recado por Sabela, mi vecina de arriba.

Pero en esto oí a alguien gritar mi nombre, me di la vuelta y allí estaba Rafaela con un paquetito envuelto en papel de regalo. Me dijo que era para mí. Rafaela no estaba sola, venía con Luis Merillas, del grupo de los ricos listos. 

En aquel momento creo que comprendí de una manera científica a los chinos y su salsa agridulce. El dulce miel que creaba el encontrarme allí con Rafaela portando un regalo andaluz para mí venía en el mismo lote que un cítrico ácido-amargo: Rafaela y Luis iban cogidos de la mano.

martes, 10 de abril de 2012

Lo bueno si breve, dos veces bueno.


Lo bueno si breve, dos veces bueno. -Que hable ahora o calle para siempre- pensé. Pero calló, calló para siempre.

lunes, 9 de abril de 2012

Sota, caballo y rey


Mateo estaba escuchando la tertulia radiofónica mítica por excelencia sobre la felicidad. Cuatro periodistas, la mitad excitados, la otra mitad a punto de fenecer. Parlando, esto es, hablando mucho mucho sin aportar gran cosa. Fenómeno frecuente y aceptado en este gremio. Mateo consiguió introducir el puto coche en aquella liliputiense plaza de párking, situada técnicamente en una construcción metálica elevada sobre el ya existente local, y de la que Mateo ponía en duda su legalidad y seguridad. Pero Mateo era cabezón, había metido allí el coche una vez, conocía al paisano controlador de salidas, y se resistía a ponerle los cuernos a aquel lugar. Cada vez que visitaba aquella ciudad, iba directamente allí.

Mateo había confundido las dieciocho y las ocho, de modo que como eran las cinco, tenía por delante tres horas libres. Para la mayoría de las personas,  disponer de ese tiempo no sería un castigo ya que entre la zona vieja, la zona nueva, los centros comerciales, las librerías y las churrerías, tres horas podrían pasarse volando. Pero Mateo conocía aquella ciudad lo suficiente como para que nada de eso le supusiese un regusto dulce. Aquella ciudad era un lanzallamas para su estabilidad, que él consideraba, mintiendo, a prueba de topos. Y topes.

Mateo era extremadamente predecible y conservador de todo aquello que las buenas costumbres dicen que se supone que hay que conservar. Como aquel que va a por fruta y se lleva manzana, plátano y naranja. Que el frutero se vele de ofertarle mango, papaya o kiwi amarillo: pincharía en hueso. Mateo estaba casado, tenía dos niños, un trabajo estable y bien pagado, unos amigos con los que compartía eventos, una familia política que no le daba mucho la brasa, un coche que salvo en los momentos de aparcar era la pera, y unas aficiones estándar que todo hijo de vecino escribe en cualquier formulario que se precie: la lectura, el cine, los amigos, y ya está. Mateo era un tio de sota, caballo y rey. Y no se le podía quitar de ahí.

Pero esa predicibilidad de la que Mateo hacía orgullo era una señal de la vacuidad total de lo que significaba su vida. Mateo, al salir del párking, tras la jodida tertulia de la felicidad pensó en eso mismo. Tenía tres horas libres, como otras veces había tenido un fin de semana, o un mes entero. Podría incluso tener un año sabático. Si no cambiaba algo, sería el mismo de siempre. Una persona que sin la coraza de papel que él vestía venía a ser un peluche en manos de un perro de presa. Ese perro eran los demás. El peluche, él. Mateo pensó entonces si realmente quería a su mujer. Se supone que sí, claro. Mucho. O quizás no. Quizás cuando conoció nada más casarse a aquella chica en el gimnasio, que pasó de caerle borde, pasó a ser graciosilla y después a ser una tía cojonuda, aparte de estar como un queso… Quizás debió… Sota. Mateo quizás debió aceptar aquel trabajo que suponía tener las tardes libres. Habría podido estar más tiempo en casa y con los niños y todo eso. Pero no cambió. Caballo. Mateo se adaptaba a lo que su mujer y sus amigos decidían hacer. Que vamos a la playa en plan dominguero. Vamos. Que hoy toca ir a ver la última mierda de actuación de no se quién. Vamos. Rey.

Mateo no manchaba pero tampoco limpiaba. La mierda cuando llega a la altura de la boca o la tragas o cierras la boca. Pero si cierras la boca no respiras.

Mateo optó por caminar, pensando en la puta tertulia y la felicidad y toda esa basura que no sé por qué cojones tocan cada dos por tres. El hombre de sota, caballo y rey, que por cierto pocas veces se mosqueaba, lo hizo. Caminaba por la calle Emilia P. Bazán cuando empezó a llover. Gotas pequeñas y frías de las que caen en diagonal y de abajo hacia arriba. Como siempre en aquel puto sitio. Mateo vislumbró el callejoncito que llevaba a la biblioteca universitaria más concurrida. Decidió en dos microsegundos ir por allí. Así lo había hecho durante casi diez años hace ahora casi veinte. En la callejuela aquella seguían, más o menos, media docena de baretos, dos locales de fotocopias y un estanco. Mateo hizo disminuir la velocidad de su paseo. Escudriñó los locales que hacía años eran unos recreativos, con sus futbolines de cinco pesetas por doble partida, su dueño obeso, el tabaco de contrabando escondido en donde se extraían las bolas, la mujer del dueño obeso preparando bocadillos de panceta y queso con contenidos de colesterol y triglicéridos hoy ilegales, bombonas de butano que los estudiantes íban a buscar allí dejando a deber todo o parte, y sobre todo ese ambientillo que hacía de una tarde de invierno el mejor de los planes posibles sin lugar a discusión. Todo ello sin teléfonos móviles, ordenadores portátiles, coches con gigantismo, cruceros de oferta y clubes de golf.  Mateo pensó en la felicidad. Muchas noches de aquellas sí que lo fue.

Mateo continuó andando creyendo que ya no había futbolines, sintiéndose defraudado consigo mismo y con aquella tarde chunga. Pero en el último local de aquella fila, el más cercano ya a la entrada a la biblioteca pudo ver a varios estudiantes condensados en un breve espacio. Había chicas sin necesidad de ninguna ley de igualdad. Todos entorno al futbolín. Con el gozo moderado de verificar que los futbolines no se habían extinguido, Mateo centró su mirada en una hembra transeúnte. Con su carpeta de apuntes, su bolso caro, su melena morena, su maquillaje abundante pero simultáneamente no excesivo y sus pasos marcados por el taconeo sobre las baldosas de aquel lugar, otrora zona cementosa.

Mateo miró el reloj y vio que apenas eran las seis menos cuarto. La hembra transeunte se dirigía muy probablemente a la biblioteca. Mateo, en aquel momento y aquel lugar, después de media hora larga pensando en absurdeces, sin ánimo para hacer tiempo de una manera ya no constructiva o productiva sino aprobable, decidió hacer algo.

La hembra transeúnte entró en la biblioteca. 

Mateo entró detrás.



lunes, 2 de abril de 2012

In extremis


La axila derecha de Sandro vertía fluido salino en mayor medida que su correspondiente izquierda, por más que se recortase el bello de la zona cada cierto tiempo. Dentro del ascensor fue mucho más consciente de ello, porque frente al espejo no queda más remedio que lo que ante una hembra con pechos semidescubiertos, independentemente de la forma, tamaño o color: mirar.

Sus tíos vivían en el séptimo, y eso ayudaba porque eran unos segundos más para pensar en como llevar a cabo la labor que le fue encomendada. Era un caso urgente y no había otra opción. En pleno puente de la constitución no habría forma oficial de conocer, o al menos cotejar, el nombre y apellidos completos de una persona hasta pasar unos días y remover papeles en esa secta llamada universidad. Era un caso in extremis. Con lo cual, tenía que colarse en casa de sus tíos, más en concreto en la habitación de su prima, y echar un vistazo a la orla universitaria que, según recordaba Sandro, estaba allí suspendida. Su prima, aparte de cotilla hasta el extremo era extensamente vanidosa, y la foto ocupaba un lugar preferente, físicamente. Por mensaje de texto en el móvil había recibido las instrucciones. Tenía la orden de buscar todas las llamadas Patricia con apellidos característicos. Si fuese posible, con fotografías de smartphone incluidas. Jodido. Muy jodido. En la orla recordaba que eran muchísimos, quizás seiscientos, setecientos. Joder.

Era la hora casi de comer, y Sandro decidió dentro del ascensor sacar el pañuelo de tela con las iniciales S.T. para secarse la frente, los ojos, el cuello y ya en un arrebato de higiene peculiar, introdujo el pañuelo por debajo del brazo derecho frotando rotundamente, empapando el pañuelo en cuestión. En un instante del frotamiento hasta estuvo a punto de dislocarse la muñeca. El ascensor llegó al séptimo.
Estaban sus tíos pero no su prima, como estimó Sandro preventivamente. La excusa de la visita no fue absurda o infantil. Fue todo esto y aparte muy rara. Quería regalarle algo a su padre, en concreto ropa interior, y ya que pasaba cerca de su casa, decidió subir a preguntar en qué tienda compraba la tía la ropa interior del tío. Sandro hiló el estúpido argumento de una manera que, dadas las circunstancias, resultó brillante. Su tío continuó dando buena cuenta de los filetes empanados con arroz blanco mientras su tía le daba una clase magistral sobre gayumbos con agujero y sin él, de algodón cien por cien o de algodón con algo de fibra, lo que supone que el lavado y secado sea más eficaz. Sandro ya no sudaba como un gorrino y eso era de agradecer. Sería fácil, sus tíos estaban comiendo en la cocina, él se iría al baño y a colarse en la habitación de la prima.

Sus tíos continuaban entre ellos con el tema en cuestión aportando matizaciones como que la ropa cara es mejor incluso hablando de ropa interior, aportando briconsejos como que con un chorrito de lejía diluída en el proceso lavatorio se logra extraer la nicotina visible o ya saliéndose del tema, la pérdida de viejas costumbres como el jabón lagarto, hecho al parecer con grasa animal. Técnicamente, según mi tío, de las vacas que fallecen y no pueden ser usadas para salchichas.

Sandro estaba enfrente de la orla universitaria de su prima buscando patricias. Y claro, así a botepronto era más difícil de lo que había pensado. Debían ser en total unos ochocientos, según cálculos hechos a lo puto loco multiplicando filas por columnas. En nada, había localizado cuatro patricias, pero con apellidos inválidos, como González o García. Luego encontró a otra Vidal Manzanares, otra Hernández Soro, otra Castilla Sanjuán. Sacó fotos a saco con el móvil. Joder, cuantas patricias. ¿No hay más nombres disponibles? Patricia Coro de Zaldívar Juárez-Porcel. Esta tía debía flipar al cubrir los formularios. Patricia Rodriguez de la Borbolla y Ortiz de Zárate. Esto es abolengo y lo demás migajas.

Sandro continuaba en el tema, y de repente vio unos ojos. La foto era minúscula pero eran verdes, brillantes, inconfundibles. Leyó los apellidos, que conocía con perfección: Segurado López. Joder, había estudiado con su prima y no lo sabía. Menos mal. Habría sido peligroso. De repente olvidó su objetivo Patricia de apellidos rimbombantes y recordó Sevilla y su feria, recordó Amsterdam. Y aquella playa de Levante. Y aquel verano en Madrid. Y los cafés sin hora y sin café. La primera cámara digital con fotos solo suyas. Las gafas de sol graduadas que se perdieron en casa. Sandro tenía de nuevo la axila derecha en modo surtidor, los ojos rojos, y la batería del móvil emitiendo pitidos a modo de cuartos de fin de año.

Sandro se sentó en la cama ensimismado. Tras menos de un minuto se levantó y decidió hacer una última foto. Vio como quedaba y leyó el nombre,  sus apellidos (Segurado López) y su ciudad de origen (Guadix, Granada). Había quedado bien. El móvil se murió y varias patricias más quedaron pendientes.

Sandro pensó que lo mismo ya daba igual.



domingo, 1 de abril de 2012

Con alguna ración de putaditas


Marta procrastina párvulamente el fin de su relación de pareja con Marcos porque es bien sabido que todos hacemos cosas no se sabe muy bien por qué. Marta lo ha pasado mal con esta mierda y por veces lo sigue pasando, por mucho que esparza maquillaje de bote grande ante sus padres, que quieras que no, se preocupan al verla, sentirla, oirla y respirarla a ella preocupada. Marta quiere a Marcos y Marcos la quiere a ella. Pero como en matemáticas, este matiz es una condición necesaria pero no suficiente.

Marta tiene una amiga en la que confía y de la que se fía. Que no es poco. Marta se lo recuerda a sí misma con frecuencia. Pero la misma Marta se mosquea cuando ésta le resume, concreta, enumera y sintetiza las defecaciones producidas por Marcos básicamente desde siempre, incluidas corridas de toros, o más bien de vaquillas bravas. Marta pone aire de por medio (enciende el ventilador mental), le quita las pilas al sonotone, enciende la máquina de crear excusas y piensa, lo malo que sincera y reflexivamente, que es mejor estar acompañada con alguna ración de putaditas que sola en plan marujona de programa vespertino.

Y en un programa vespertino de esos que Marta ve algunas tardes en secreto es donde oyó un caso similar al suyo. Alguien semejante a ella decía con rotundidad, musicalidad pero flipando bastante, que hay más Marcos por la calle que no vemos porque no abrimos los ojos. La clásica parida fácil de escuchar y más fácil de olvidar. Pero Marta, que sobre todo ni cambió de canal ni se despistó con el móvil, se quedó con una frase que decía aquella tipa que, levemente, la sobresaltó: las cosas pueden ser no solo diferentes, sino mejores.

Tras un fin de semana en el que apenas estuvo con Marcos un rato el sábado a la tarde, soportar cómo su amiga cortaba el bacalao con decenas de consejos sobre cómo darle un ultimátum a Marcos, y tener que responder a su madre vacuidades acerca de por qué Marcos no venía por casa hacía tanto tiempo, Marta decidió abrir los ojos.

Y vaya si los abrió.