martes, 12 de junio de 2012

Sin saber por qué


María pidió un café con leche con un donut, desayuno número tres del día tras el yogurt con trozos de frutas desconocidas en la Península Ibérica, con un microbollo de pan con semillas de cosas raras pegadas en la cáscara, y un café cortado con un croissant estándar justo antes de entrar a trabajar. A las cinco menos algo.

Se sentó junto al resto de compañeras. Todas ellas formaban un grupo distinguible a lo lejos por su vestimenta a rayas azules y blancas, con zuecos blancos también. El local elegido era uno de los muchos buenos bares que rodean el recinto universitario del lugar. En otra de las mesas, un grupo de jóvenes mezclados con no tan jóvenes ríen y hablan a partes iguales. En la esquina, María observa como una pareja de chico y chica resuelven problemas. Hablando el uno mientras el otro mira de lado al vacío como queriendo no oír. No son problemas de física. En otra de las mesas, en esta sí, otros dos chicos se miran y se besan como a trocitos. María ve en sus ojos ese brillo inconfundible de los enamorados y su encuentro matutino. María corta el donut en trozos iguales y moja uno a uno en el café que para entonces ya está medio templado, cosa que María detesta. Aunque tampoco detesta muchas cosas más. Atendiendo, un camarero dormido pero por cuestiones informáticas, ordena los periódicos que la gente descoloca, llena de migas y humedece con gotas. María le vigila sin saber por qué.

Las mujeres de rayas hablan de lo divino, de lo cómico, de ellas mismas y de otros. Enlazan un tema con otro de manera desordenada pero sin aturullar. Se ríen. María también. Todas hablan, pero lo más importante, todas se escuchan. Lo mismo da que una cuente cómo pelar cebollas sin llorar o que otra exprese su preocupación porque su hija de quince años quiere dejar de jugar a baloncesto cuando lleva haciéndolo toda la vida. María se sorprende de que ante temas de tan poca enjundia, todas estén atentas y más o menos expresen su opinión. Le encanta estar allí, con ellas.

Gloria, que es con la que mejor se lleva, llega tarde. Aparece con un sobre de fotos de la primera comunión, el pasado domingo, de una de sus hijas. No son muchas. María piensa en la cantidad de fotos que últimamente se hacen, muchas muy buenas, y las pocas que acaban revelándose. Muchas nunca nadie las verá. Porque hay muchas cosas que están ahí, claro, pero sólo lo sabemos nosotros y vemos nosotros, y por apatía, desgana o por no se sabe qué, no mostramos a los demás.

María en estos siete meses ha aprendido no sólo a manejarse con el bicho de encerar esos suelos amplios de los vestíbulos de las facultades o a dejar un cristal brillante como los ojos de los chicos enamorados. María en estos siete meses aprende todo aquello que nadie fue capaz de enseñarle ni en la universidad ni en ninguna academia.

Gloria y María, tras el café se vuelven a su zona. Todavía quedan dos grupos de cuartos de baño por limpiar. María piensa en romper con su obligación y confesarle a Gloria que es su último día allí, con ellas. Pero sabe que no puede hacer eso.

Al día siguiente en comisaría, el inspector Javier Tablada le cuenta a la oficial María Pérez que siente que la operación de infiltración en la universidad en el servicio de limpieza haya resultado un fracaso. Habían seguido una pista falsa. Agradece la labor de Pérez y le recuerda que será tenida en cuenta a la hora del ascenso.

La oficial Pérez, María Pérez, que desde hace un año sueña con poder ser subinspectora, siente que quizás ya le dé igual.

María cree que sí querría ascender sí, pero ascender a ser, no una infiltrada o una fingidora a sueldo, sino a ser de verdad una de aquellas mujeres de rayas.  

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