María
pidió un café con leche con un donut, desayuno número tres del día tras el
yogurt con trozos de frutas desconocidas en la Península Ibérica, con un
microbollo de pan con semillas de cosas raras pegadas en la cáscara, y un café
cortado con un croissant estándar justo antes de entrar a trabajar. A las cinco
menos algo.
Se
sentó junto al resto de compañeras. Todas ellas formaban un grupo distinguible
a lo lejos por su vestimenta a rayas azules y blancas, con zuecos blancos
también. El local elegido era uno de los muchos buenos bares que rodean el
recinto universitario del lugar. En otra de las mesas, un grupo de jóvenes
mezclados con no tan jóvenes ríen y hablan a partes iguales. En la esquina,
María observa como una pareja de chico y chica resuelven problemas. Hablando el
uno mientras el otro mira de lado al vacío como queriendo no oír. No son
problemas de física. En otra de las mesas, en esta sí, otros dos chicos se
miran y se besan como a trocitos. María ve en sus ojos ese brillo inconfundible
de los enamorados y su encuentro matutino. María corta el donut en trozos
iguales y moja uno a uno en el café que para entonces ya está medio templado,
cosa que María detesta. Aunque tampoco detesta muchas cosas más. Atendiendo, un
camarero dormido pero por cuestiones informáticas, ordena los
periódicos que la gente descoloca, llena de migas y humedece con gotas. María
le vigila sin saber por qué.
Las
mujeres de rayas hablan de lo divino, de lo cómico, de ellas mismas y de otros.
Enlazan un tema con otro de manera desordenada pero sin aturullar. Se ríen.
María también. Todas hablan, pero lo más importante, todas se escuchan. Lo
mismo da que una cuente cómo pelar cebollas sin llorar o que otra exprese su
preocupación porque su hija de quince años quiere dejar de jugar a baloncesto
cuando lleva haciéndolo toda la vida. María se sorprende de que ante temas de
tan poca enjundia, todas estén atentas y más o menos expresen su opinión. Le
encanta estar allí, con ellas.
Gloria,
que es con la que mejor se lleva, llega tarde. Aparece con un sobre de fotos de
la primera comunión, el pasado domingo, de una de sus hijas. No son muchas. María piensa en la
cantidad de fotos que últimamente se hacen, muchas muy buenas, y las pocas que
acaban revelándose. Muchas nunca nadie las verá. Porque hay muchas cosas que están
ahí, claro, pero sólo lo sabemos nosotros y vemos nosotros, y por apatía,
desgana o por no se sabe qué, no mostramos a los demás.
María
en estos siete meses ha aprendido no sólo a manejarse con el bicho de encerar
esos suelos amplios de los vestíbulos de las facultades o a dejar un cristal
brillante como los ojos de los chicos enamorados. María en estos siete meses
aprende todo aquello que nadie fue capaz de enseñarle ni en la universidad ni
en ninguna academia.
Gloria
y María, tras el café se vuelven a su zona. Todavía quedan dos grupos de cuartos
de baño por limpiar. María piensa en romper con su obligación y confesarle a
Gloria que es su último día allí, con ellas. Pero sabe que no puede hacer eso.
Al
día siguiente en comisaría, el inspector Javier Tablada le cuenta a la oficial María
Pérez que siente que la operación de infiltración en la universidad en el
servicio de limpieza haya resultado un fracaso. Habían seguido una pista falsa.
Agradece la labor de Pérez y le recuerda que será tenida en cuenta a la hora
del ascenso.
La
oficial Pérez, María Pérez, que desde hace un año sueña con poder ser
subinspectora, siente que quizás ya le dé igual.
María
cree que sí querría ascender sí, pero ascender a ser, no una infiltrada o una
fingidora a sueldo, sino a ser de verdad una de aquellas mujeres de rayas.
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