viernes, 24 de agosto de 2012

Como mucho te pones unas pilas nuevas


Recibir una carta era hace algunos años, la vida. La misma vida o la vida misma que se contaba de puño y letra al pariente o amigo en la distancia. Recibir y contestar una carta le daba a las semanas y meses ese impulso de sentimiento, esa píldora de vitalidad fedataria de que la amistad, el cariño o el amor siguen más que despiertos, que continúan vivos. El cartero timbraba y depositaba la dosis en esa caja de Pandora buena llamada buzón.

Hoy, tanto en el fondo como en la forma, ya nada de esto sigue en pie.

Paloma, maestra de vacaciones, agotaba los últimos días del mes de agosto con una abulia considerable. Podría sonar contradictorio pero Paloma deseaba en el mes de junio coger de una vez vacaciones con la misma intensidad que a finales de agosto deseaba que se terminasen ya. Julio, por otra parte, estaba bastante preocupado por su trabajo, más bien por el descenso en cantidad del mismo, como comercial de productos opticoacústicos. Vendía, o lo intentaba, audífonos invisibles o lentes de contacto que hacen que tengas ojos de colores apetitosos. Pero la crisis se metía hasta en eso: en las apreturas puedes ir tirando con tus vulgares ojos marrones y sin oir realmente todo lo que suena a tu alrededor. Como mucho te pones unas pilas nuevas.

Paloma bajó a por el pack llamado de domingo o, estando en vacaciones, de vacaciones: barra de pan caliente que antes de que cante el gallo se convierte en carne de neumático, periódico local o nacional estándar y revista cardíaca o de los hígados. Entró en el portal, pulsó el botón del ascensor y mientras éste llegaba de arriba, Paloma abrió el buzón de correos. Metálico y pintado en verde aceituna. Recogió un buen manojo de documentos: dos micropanfletos publicitarios de tiendas que compran oro, aprovechándose del que ya no tiene más que venderse al diablo para sobrevivir; uno un poco mayor de pizza a domicilio, ofreciendo de regalo unos monigotes absurdos si sobrepasabas una cierta cantidad de dinero en el pedido; y cartas, muchas cartas.

Cartas que en general eran anotaciones bancarias de ingresos, los menos, y gastos, numerosos. Apuntes de las domiciliaciones de las cuotas de electricidad, agua corriente, conexiones varias a temas tecnológicos y en fin, todo cortado más o menos por el mismo patrón.

Había una carta del banco con un sobre diferenciado: rígido y dorado. Dorado en referencia a la tarjeta, denominada oro, que permite que compres hoy, pagues mañana y te arrepientas siempre. Como compensación infantil, el banco después de abofetearte con los intereses, te proporciona una caricia de consolación en forma de regalo de fidelización, por gastar y gastar con la puta tarjeta oro. Regalo que tanto en valor monetario como sentimental, sería despreciable. Despreciable tanto desde el punto de vista de alguien de letras como de ciencias.

Paloma abrió la carta y revisó sin mucho detalle los pormenores de su extenso contenido. Aparecían punto por punto, los movimientos de la tarjeta oro de Julio junto con el lugar, la fecha y hasta la hora en la que fue puesta en funcionamiento. Todo parecía rutinario hasta que se extrañó bastante con unos cargos de una serie de gasolineras y peajes que desde luego no pertenecían a la ruta habitual de Julio. Paloma revisó varias veces el folio dorado. Después lo dobló y guardó en un lugar seguro.

Julio se sentó a la mesa con su clásica cara de no haber nunca en la vida orinado en cama ni siquiera de casualidad, ni siquiera livianas gotitas, dando cuenta enseguida de los macarrones recalentados que Paloma había decidido nombrar oficialmente menú de ese día. Paloma astutamente llevó la conversación amable habitual de cara a las pilas alcalinas de los sonotones y de los cristales biónicos que las gafas de ahora llevaban instaladas, y rápidamente sacó el tema geográfico. Julio, una vez más, negó implícitamente haber estado donde la tarjeta oro declaraba. Y punto y seguido.

Julio tomó café con dos o tres galletitas de avena, goloso él, y se retiró a su zona de despacho oficial donde básicamente se conectaba a internet simulando hacer gestiones empresariales.

Paloma fregó brevemente lo ensuciado y la abulia agosteña de convirtió en una pena tremenda. Pero no por sentirse engañada por Julio de manera reiterada. Paloma no lloró con rabia mientras apretaba la botella de lavavajillas verde por sentirse cornuda. Paloma no estaba jodida por Julio y sus mentiras descaradas y visibles sin lupa.

Paloma sentía una pena profunda, permanente, acuciante, asfixiante y dolorosa, muy dolorosa.

Esa pena que se siente al saber que uno se está engañando a sí mismo, ser plenamente consciente de ello y no tener ni idea de qué hacer ni cómo para intentar remediarlo.

lunes, 13 de agosto de 2012

Lo mejor de sí misma


La canela es una especia que proporciona a una infinidad de platos una sensación de sabor y olor que salvo a cuatro raros, gusta a todo el mundo. Molida, la canela le da al arroz con leche ese fondo de aroma que embriaga y sacia la gula de los adictos al dulce. Hueles canela y enseguida recuerdas el sabor del arroz con leche. La repostería de origen árabe, muy popular en provincias del sur de España tiene en la canela, junto con la almendra, uno de sus pilares fundamentales. Si recorremos locales del norte y centro de Portugal, otro tanto de lo mismo. Galletas, bizcochos, pasteles y en fin, todo tipo de postres donde la fragancia y el deje a canela le dan un toque de belleza no física, que también, sino puramente química. También en esto tenemos pelea entre física y química, ganando esta última el primer asalto, como siempre.

Sin adentrarse en platos salados, repito: es generalizado el gusto por la canela como elemento que se piensa en dulce.

Pero si tomas una rama de canela, y en  vez de usarla para macerar leche hervida u otros elementos ingeribles, la troceas y la rechupeteas como aquel que mastica regaliz, la canela ya no es ese elemento que une todos los demás sabores dulces y parece que si no lo es, por lo menos aparenta serlo también. La canela en rama es entonces muy fuerte y nada dulce. En el paladar produce una sensación de picor y amargor que roza la repugnancia y exagerando un poco hasta induce al vómito. La canela, esa especia que en realidad vive de enmascarar a los demás y enmascararse a sí misma en lo dulce para parecer el más dulce de los elementos, es en realidad, cuando la abres por dentro, y extraes lo mejor de sí misma, un elemento casi ácido, casi amargo, picante, fuerte y repugnante.

Así son algunas personas. Como la canela. Vienen y van jactándose de ser canela, embarcándose en lo dulce, en lo rico, siendo o queriendo ser postres sabrosísimos y gustosísimos. Personas que salvo a cuatro raros, caen bien, muy bien, a todo el mundo. Pero, aquí está el problema, personas que cuando las abres y las masticas un poco, descubres que han vivido de rentas enmascarándose con lo dulce como la canela, pero que en el fondo son como ésta: repugnantes.

viernes, 3 de agosto de 2012

Alcohol malo de por medio, como es natural


Silvia pensaba que todos los policías eran como su tío Jenaro, que consistía en un ser humano adosado a una panza móvil y que vestía camisas elaboradas con un hueco que las habilitaba para proceder a un correcto abotonamiento. Es por ello que cuando aquel día absurdo en aquel antro las compañeras de la escuela de idiomas le presentaron a Jacobo, Silvia no pudo más que reirse cuando se le autopresentó como miembro del Cuerpo Nacional de Policía.
Los inicios fueron muy bien, las frases clásicas de las presentaciones protocolarias enseguida llevaron a risas tontas, con alcohol malo de por medio, como es natural. Muy rápidamente Silvia se encontró en ese estado que te permite no cabrearte en los atascos porque puedes enviar y releer mensajitos del móvil mientras tanto. En ese estado en que vestirte y peinarte exige entrenamiento y precalentamiento, no vaya a ser que bajes a por pan y te vea desde el coche patrulla con ropa descolorida y estirada de mercadillo, con el pelo recogido en un moño fijado con un portaminas, que es lo primero que tenías a mano cuando eran casi las dos y en el pan cierran.
Silvia y Jacobo quedaban a menudo, a solas o acompañados. Cuando Jacobo no estaba, Silvia y dos de las compañeras celestinas comentaban, siguiendo los estándares de calidad típicos en la Unión Europea, la tontería que se traían ambos, lo buena pareja que hacían, y lo guapo que era el poli.
Fue la propia Silvia la que, en medio de tanta glucosa y tabasco ibérico, puso encima del tapete la nota técnica acerca de que Jacobo era un poco pesadito preguntándole por su trabajo: auxiliar en los juzgados.
Silvia se dio cuenta de que Jacobo en todas estas semanas ponía especial énfasis en todo lo relacionado con su juzgado, de un modo matemático que rozaba la locura. Sí, claro que la miraba con ojos de gato pardo mientras tanto, y le tocaba el pelo con sus dedos olorosos de perfumes de la zona media de la tabla de precios. Pero Jacobo, se dijo a sí misma un día tirando del carro del súper, es un plasta de cuidado. Con el tema del juzgado sobre todo.
Silvia pensó en si anotar a Jacobo en el cuadernito de personas que solo salen a tomar el sol cuando quieren algo, pelean por el dato que persiguen, y cuando lo obtienen, se van a debajo de la sombrilla, siguen a lo suyo y si te he visto no me acuerdo.
En pleno atasco de camino a casa, el poli le propuso mediante mensaje verde de nueva generación quedar por la tarde, como venía siendo habitual. Y quedaron. Podría decirse que por momentos Silvia ya había olvidado las artes maquiavélicas de Jacobo y estaba tontita perdida con él. Sobre todo porque habían empezado un jueguecito absurdo de tocarse las manos y luego las orejas, todo sin llegar al beso, que cada vez son más caros. Y escasos. Un buen beso es como un bollo de leche. Parece que te has comido muchos en la vida, con su crema pastelera y tal. Pero un buen beso, como un bollo de leche, siempre sabe rico, te retrotrae al pasado o a un lugar donde todo mola más y la propia sencillez de su elaboración es una evidencia de que el auténtico valor de lo genuino está en lo sencillo.
De camino a casa recibió Silvia varios packs de mensajes verdes que iba siguiendo con temeridad entre semáforo y recta con visibilidad. No venía a puto cuento que en unos de esos el poli cargante y repetitivo le inquiriese como que de pasada, y otra vez más, si la semana de las fiestas de la ciudad, el secretario del juzgado había estado ausente o no.
Silvia, una vez llegó a casa, llamó a sus padres como todas las noches, cenó, llevó a cabo la parafernalia de lavadora y tendedero, se borró las uñas con acetona, se dio una ducha caliente y tras secarse se echó mil cremas de todo tipo, forma, color y hasta sabor. Solo entonces se paró a intentar contestar los mensajes verdes cuando vio que Jacobo le escribía: -bueno, no pasa nada, ya está-
Durante las cinco semanas posteriores Silvia y Jacobo quedaron apenas dos veces más y siempre con las políglota-celestinas.
Fue en casa de sus padres cuando Silvia, un sábado pudo ver en el telediario que Jacobo Fontán, inspector de policía daba una rueda de prensa sobre la resolución de un extraño caso derivado de otro caso de un bebé robado o algo así y de fondo aparecía la imagen del secretario judicial en cuestión entre micrófonos.
Silvia entendió lo de semanas antes: -no pasa nada, ya está-. Pasó unos cuantos días amargada por no haber sabido detectar el interés interesado del tal Jacobo y ver que éste pasaba completamente de ella. Se sentía una auténtica pringada.
Las celestinas se rieron una noche de copas cuando Silvia espantó a un guapín que le arrojaba tejos con preguntas más bien periodísticas. Menos preguntas y respuestas y más de lo otro, que es lo que cuenta, les expuso Silvia cuando el tipo tiró millas.
Al día siguiente, domingo agridulce. Por un poco de todo. Silvia, resignada a seguir buscando como en los chicles sin premio. Visualizándose a sí misma como la cuarentona larga que pasa de ser joven a prejubilada desde el punto de vista estético y mental. Atontada porque en el fondo con el poli… nada.
Ese mismo domingo recibió un mensaje verde muy verde. De Jacobo: -guapa, ¿cómo te va todo?¿cuando nos volvemos a ver?-
Silvia escribió: -no pasa nada, ya está- 
Silvia dudó. Dudó sobre si enviárselo o no.