Después
de estar toda la tarde echándome la mano a la tripa para intentar apaciguar los
efectos de una comida muy pesada, basada en habas asturianas cocinadas con
carne de gorrino asturiano también, y como postre helado de limón de
procedencia estándar con castañas dizque gallegas, bajé los cinco escalones
existentes en el portal de Ana, desde el ascensor a la puerta de salida, a
propulsión. Emití de modo sinfónico todo el metano que un ser humano puede
almacenar en su alacena interior antes de que afecte a algún órgano vital.
Era
domingo noche y las circunstancias hicieron que tuviesemos que compartir comida
con esos amigos asturianos. Últimamente ya no pero al principio era una
situación de esas que originan alteración. Antes de conocerles, a ella le había
introducido un lote de fichas más de una noche en el bar de referencia, a pesar
de los briconsejos de la clásica enterada que controla todo en modo controlador
profesional, advirtiéndome que eso era como pinchar en hueso pensando que era
un globo. La asturiana nunca me había hecho ni puto caso. Hombre sí, hablar
habíamos hablado, de las clásicas menudencias: que si las asignaturas de libre
elección, que si yo toco el oboe, que si a mi tía los juanetes le dan jaquecas,
que si los pilot molan más que los bic. O sea, habíamos hablado de nada. Yo
creo que realmente puedes decir que conoces a una persona cuando sabrías
perfectamente qué libro regalarle o qué película le invitarías a ver y ello no
le produciría regurgitaciones. Y yo a la asturiana, por aquel entonces le
habría producido lo dicho aún invitándola a ver Titanic, que por cierto va a
volver al cine remasterizada, como ET.
Un
día, Ana, antes de ser lo que somos, me presentó a los asturianos, con los que
compartimos un café de domingo a la mañana, de esos que cargas con los
suplementos y adobos del periódico hasta que acabas tirando a alguna papelera
el CD de dibujos animados que nunca vas a ver o el suplemento de caza y pesca.
Hay que soltar lastre, si al menos con el jornal regalasen una bolsa biodegradable…
Pues bien, fue presentarme a su marido y empezar Ana a hablarle de mi como el
tio más simpático de la comarca, repasándole mis anécdotas más graciosas (todas
inventadas, como es natural). Sólo le faltó apartarlo a un lado y
continuar hablando conmigo como nunca lo había hecho, mientras el tipo tenía
aspecto de sentirse más desubicado que King África en el Congreso Mundial de
Endocrinología y Nutrición. Y mira que el marido hacía intentos de integración,
riéndose hasta de los azucarillos, o intentando meter el tema de la política
(yo no tengo ni idea ni el más mínimo interés). La asturiana había recolectado
la caja de fichas que yo le había enviado durante semanas y me las estaba
reenviando de manera acelerada no sé si con una fragancia de esas de rosas
silvestres, un poco de tabasco o una dosis de laxante, nunca lo supe.
Nunca
lo supe porque yo ya había decidido que me limitaría solamente a las monedas en
cuanto a tratos con entes de doble cara.
Salí
del portal, y tomé el coche hasta la universidad, adonde tenía que ir como
todos los domingos a extraer una muestra del congelador para el día siguiente.
Una muestra de rata congelada, a la que al día siguiente haría algún
estropicio más. Con ello sacaría una serie de conclusiones que harían feliz a
mi jefe. Para ir a por las ratas tenía
que sufrir un proceso fruto del exceso de celo o de la imbecilidad del
diseñador del edificio. Tenía que entrar por el bajo, caminar unos doscientos
metros, pasar dos controles de seguridad basados en poner mi huella dactilar en una especie de dedal metálico, subir
siete pisos hasta donde estaba el congelador profesional y llevar el cadáver de
la rata de cuerpo presente al laboratorio donde se hace el corte y confección,
situado en el cuarto piso. Todo eso con unos seguratas que soban todo el día, y
apenas tres especimenes que no tienen casa y acuden los domingos noche a
trabajar allí. Vale cuando internet en casa era caro y allí era una jauja
descargarse películas, pero hoy… Y no, no estaban por allí en plan aventura de
fin de semana. La peña que los domingos estaba por allí era gente rara.
Había
dejado ya las muestras, exactamente dos ratas congeladas, en el laboratorio de
investigación habitual. Mirándolas me dí cuenta de que las ratas no tenían
secretos para mí. Fijándome bien, las ratas, vistas cara abajo eran grises,
trianguladas, semejantes a un ratón de ordenador o su alfombrilla y con un poco
de imaginación, hasta bonitas. Vistas cara arriba eran arrugadas, blanquecinas,
como secas, y sobre todo feas, muy feas.
Y así ligando una cosa con la otra me dije, autoprometiéndomelo: tarde volveré a comer fabada.
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