Si
me quejaba, Sabela me recordaría a mí cuando me acompañó a un
torneo de esgrima porque competía aquella chica maja de la playa.
No, no voy a aclarar ahora si esa chica llegó a jugar de titular o
chupó banquillo. No es el objeto de esto que escribo.
Después
de la charla, que fue el mayor bodrio de mi vida social, teniendo en
cuenta que tuvo lugar en un sótano oscuro y sin cobertura de móvil,
mi paciencia se fue de vacaciones hasta septiembre. Cuando Sabela me
hizo señas para hacerme entender que tocaba esperar para poder tomar
algo y encauzar lo que, me enteré luego, ya estaba precocinado, tuve
que contar hasta un número alto para no chillar en colorines.
Tocaba
dejar solos a mi amiga y al conferenciante. Sólo media hora -me
aclaró Sabela- luego nos vamos, que está el tiempo malo para viajar
mucho más tarde. Te lo prometo.
Pasaran
ya dos horas y media, y me había fumado más cigarros que en todo el
semestre escolar. Leído más periódicos que el italiano del
telediario matinal de la tele. La batería del móvil próxima al
funeral de cabo de año. Sin portátil.
Me
estaba enfadando con Sabela. Estaba enfadado con Sabela. Qué cojones
vengo a hacer yo a una conferencia de un místico mitad pijo con
letra capital, mitad cultureta con gafas de pasta sin graduación con
cristales placebo.
Fui
al coche, aparcado por cierto en la quinta gónada, y revisé qué
tenía por el coche que me sirviese para hacer más tiempo.
Periódicos viejos descoloridos y caducados, todos los manuales del
coche, incluido el de la radio y prácticamente nada más.
Ah,
sí, una guía de esgrima.
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