jueves, 22 de agosto de 2013

Hace dos días, veinte


A finales de agosto la noche es antes porque nunca antes fue de noche como es ahora. El color de la calle es, a últimos de agosto, un residuo de lo que añorarás en noviembre, cuando aún todo puede ser posible. Cuando el fuego es lo único que puede alumbrar una tarde. Si el veintidós de agosto no has terminado con lo que te proponías, es que realmente no te lo habías propuesto en serio.

Si quedó en llamarte a partir de las siete y son las diez y media es que ya no te va a llamar. De hecho nunca se le pasó por la cabeza el hacerlo. Nunca. Si el veintidós de agosto no ha pasado todo lo que tiene que pasar en un verano es que ese verano ya se terminó. Si el veintidós de agosto aún te crees que es San Juan, es que no entiendes nada.

Si es veintidós de agosto es porque ayer fue veintiuno, y hace dos días, veinte. Los números tienen la capacidad de recordarnos que si no te llamó en dos días, son dos días que ya no aparecen en el mapa de tus recuerdos agradables, como todos los días en que sí tenías números de verdad para contar. Si sabes contar.

Agosto es el bullicio del último minuto, la última oportunidad de entrar a donde nunca te dejan, es recoger todos tus trozos en una mano y el pegamento en la otra. En agosto, a finales, quieres echar a correr hacia atrás. Como cuando ante la cita más transcendental de tus años das media vuelta porque no estás seguro de que lo lleves todo contigo.

En agosto es, más que nunca, cuando te das cuenta, de verdad, que lo importante no es todo lo que crees que dejas atrás, sino todo lo que tienes por delante.

viernes, 9 de agosto de 2013

No puedes dejarte llevar


El día que Paloma se fue, arrastró con ella una maletita de esas con ruedas, de las que rascan la acera haciendo un ruido característico. El ruido de los viajes, las estaciones, los trasbordos agotadores que haces al volar en líneas aéreas de bajo coste. 

El día que Paloma se fue, arrastraba su maleta mientras yo me arrastraba por el suelo buscando no caer más bajo. El día que Paloma se fue fui consciente de que todo lo que puedes meter en todas las maletas con ruedas no es nada comparado con lo que esperabas que pudieses meter en ellas.

El día que Paloma se fue el chirrido de la maleta me acompañó toda la noche. Las maletas de ruedas no tienen las ruedas de goma, como las bicicletas. No te puedes subir a ellas ni dar pedal o buscar una cuesta abajo y dejarte llevar. No. No puedes dejarte llevar. Las maletas de ruedas están hechas para hacer ruido, como queriendo que de vez en cuando las cojas en peso para dejar de molestar a los vecinos. 

El día que Paloma se fue aquella maleta era el símbolo de lo que nunca fue: una maleta de verdad. Las maletas de verdad eran de cartón y no tenían ruedas. Las maletas de cartón se llenaban con una vida y ahora las maletas no tienen vida. Porque somos quizás nosotros los que no la tenemos. O la perdemos dentro de muchas maletas. 

El día que Paloma se fue no hizo falta dejar nada fuera. Cupo todo centro. Las maletas de verdad describían la ilusión triste del emigrante cuando se iba y la alegría de cuando venía. El día que Paloma se fue su maleta no decía nada. Su maleta no guardaba silencio porque cantaba. Chillaba. 

El día que Paloma se fue tampoco hizo falta cerrarla con llave porque cerrar con llave una maleta en la que no llevas nada es lo mismo que esperar que alguien haga lo que tú quieres cuando ni siquiera te quiere.