Juancho sabía perfectamente que de un momento a otro iban a hacerle una
proposición extraordinariamente importante. De inmediato tendría sobre la mesa,
revolcándose con éxito y resplandor, esa propuesta que iba a originar
desencajamientos geológicos. Pero Juancho, pobre Juancho, sabía muy bien
pedalear sobre lodo. Lo estelar de la oferta, inminente, era a su vez tan
luminosa que, como todo éxito que embriaga, puede cegar. No cegaría en todo
caso a Juancho, que tenía las pupilas de cartón.
De cartón feo, del marrón, no de ese cartón rojo aterciopelado de las
tiendas de ropa inalcanzable. De cartón de caja de cartón. De esa clase de
cartón sobre el que meditas tres segundos el mantenerlo por si acaso pero que
termina de modo fugaz en el contenedor de basura, con los plásticos ruidosos. Esos
plásticos y cartones que envuelven algo especial y tienen su protagonismo solamente
hasta el instante antes de abrirlo, mientras todo está aún por ver y por
conocer. Pero cuando algo lo destripas, con fruición primero y con resignación
de Job después, éstos pasan de ser algo a ser nada.
Ese plástico que sólo lo tienes bajo control cuando lo tienes retenido
en la mano.
Efectivamente allí estaba ya, vestida de negro, la oferta para Juancho.
Todo según lo esperado. Tiempo, lugar y música de fondo. Tiempo, tarde. Lugar,
cerca. Música de fondo, ninguna.
Juancho se levantó arrastrando la silla contra el suelo sujetándose a
sí mismo con la serenidad que nunca se tiene cuando hace falta y pensó varias
cosas, enfrentándose a sí mismo como siempre y como nunca. Caminó mirando hacia
abajo cuando de repente vio una sombra. Juancho perseguido por sí mismo.
Juancho pedaleando dando vueltas sobre sí mismo.
Cerrando los ojos, Juancho dio pedal como nunca, y alcanzó velocidades jamás
registradas. Sintió el viento agarrotándole los músculos faciales como nunca
antes había visto.
Por fin, esta vez sí, pedaleaba sobre tierra firme.