Me
acababan de dar plantón. Porque unos minutos de rigor en toda cita o encuentro humano
son admisibles en todas las casas reales y reuniones de esta nuestra comunidad,
pero aquello era ya un exceso. Mediante comunicación a través de teléfono móvil
recibí una excusa que, ciertamente, podía calificarse de inteligente. Porque a
mí se me puede dar plantón, pero eso sí, quien lo hace lo hace de forma inteligente.
Por lo menos esa es la excusa a la que uno se ase en los momentos de cabreo posteriores.
De camino a casa o a una cuchillería. Ese momento en el que buscas por la calle
algún área espejada que permita verificar en forma de imagen reflejada el
significado de la palabra pringado.
Tuve
envidia. Sana. Aunque nunca entendí muy bien qué es la envidia sana, porque es
como tener sed y no tener ganas de beber. O estar tranquilo con el corazón
acelerado. O decir que lo entiendes y que no pasa nada cuando no lo entiendes
en absoluto y sí que pasa algo. Pasa mucho.
Él,
al llegar los cafés que pidieron, comenzó a hablar y salió el tema de una
clásica cadena multinacional de cafeterías que tiene locales en todo el mundo.
Decía con humildad, pero con emoción, que nunca había estado en ninguno pero
que le gustaría estarlo. Ella, empezó a recitar, sin extraerse el pequeño canto
rodado del paladar, que había estado en por lo menos unos diez locales
diferentes de esa cadena a lo largo del nuestro y otros países. Era pija. Pija
con letra capital.
El
chico, en vez de amedrentarse, se creció. Y dijo algo así como que el día que
él fuese a un sitio de esos, no iría en plan familiar, como que castigado o
porque había que ir porque sí. Iría queriéndolo él, quizás como que hasta pagándoselo
él, aunque fuese a un local de los de cerquita, cuando lo abran en Vigo,
mismamente, si es que algún día lo abren. La pija se sintió dolida por el,
llamémosle como por contraste, chico rural. Advirtió que a varios de los
locales de esa cadena de cafeterías no había acudido con sus padres sino con
amigas, en viajes organizados por no sé que club de no sé que deporte
minoritario. El chico rural estaba dándose cuenta de que aquello estaba
haciendo aguas en el primer minuto. La tensión alcanzaba a varias
mesas-hamburguesa vecinas. La música se paró, creo que para homenajear al chico
rural y su cabeza alta. O eso o la canción se acabó de puta casualidad.
Entonces la pija decidió recular, que para algo aquello era una suerte de cita,
recuérdese la poca luz, aunque nula intimidad (allí, yo, que seguía releyendo
la excusa telefónica).
No
sé si mintiendo como una hija de puta, o recapacitando hábilmente, dijo algo
así como que al fin y al cabo, ella siempre se lo había pasado mejor aquí, yéndose
de magosto, yéndose a las termas del Miño y otras actividades autóctonas. Decía
que los cafés de medio mundo, con sus tazas, camisetas y utensilios varios
fruto de un márketing a la máxima potencia, al final no eran gran cosa. La tía
la había cagado pero lo estaba arreglando con tacto y suavidad. Era
inteligente.
Me
habría gustado que esa chica me hubiese dado plantón a mí. Habría flipado con ella.
Con la excusa que me habría mandado al móvil puerteándome.
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