viernes, 16 de marzo de 2012

Con letra capital


Me acababan de dar plantón. Porque unos minutos de rigor en toda cita o encuentro humano son admisibles en todas las casas reales y reuniones de esta nuestra comunidad, pero aquello era ya un exceso. Mediante comunicación a través de teléfono móvil recibí una excusa que, ciertamente, podía calificarse de inteligente. Porque a mí se me puede dar plantón, pero eso sí, quien lo hace lo hace de forma inteligente. Por lo menos esa es la excusa a la que uno se ase en los momentos de cabreo posteriores. De camino a casa o a una cuchillería. Ese momento en el que buscas por la calle algún área espejada que permita verificar en forma de imagen reflejada el significado de la palabra pringado.

Allí, en aquel local de mesas redondas tamaño hamburguesa XL, muchas y muy juntas, y con poca luz para leer hojas de papel, tenía cerca de mí, excesivamente cerca, a una chica y un chico para los que la luz no tenía la menor importancia. Yo, sin compañía, recién apaleado, releía la excusa en mi móvil mientras sin yo quererlo empezaba a escuchar la conversación de los dos chavalines, que por cierto, andarían por la veintena, escasa veintena.

Tuve envidia. Sana. Aunque nunca entendí muy bien qué es la envidia sana, porque es como tener sed y no tener ganas de beber. O estar tranquilo con el corazón acelerado. O decir que lo entiendes y que no pasa nada cuando no lo entiendes en absoluto y sí que pasa algo. Pasa mucho.

Él, al llegar los cafés que pidieron, comenzó a hablar y salió el tema de una clásica cadena multinacional de cafeterías que tiene locales en todo el mundo. Decía con humildad, pero con emoción, que nunca había estado en ninguno pero que le gustaría estarlo. Ella, empezó a recitar, sin extraerse el pequeño canto rodado del paladar, que había estado en por lo menos unos diez locales diferentes de esa cadena a lo largo del nuestro y otros países. Era pija. Pija con letra capital.

El chico, en vez de amedrentarse, se creció. Y dijo algo así como que el día que él fuese a un sitio de esos, no iría en plan familiar, como que castigado o porque había que ir porque sí. Iría queriéndolo él, quizás como que hasta pagándoselo él, aunque fuese a un local de los de cerquita, cuando lo abran en Vigo, mismamente, si es que algún día lo abren. La pija se sintió dolida por el, llamémosle como por contraste, chico rural. Advirtió que a varios de los locales de esa cadena de cafeterías no había acudido con sus padres sino con amigas, en viajes organizados por no sé que club de no sé que deporte minoritario. El chico rural estaba dándose cuenta de que aquello estaba haciendo aguas en el primer minuto. La tensión alcanzaba a varias mesas-hamburguesa vecinas. La música se paró, creo que para homenajear al chico rural y su cabeza alta. O eso o la canción se acabó de puta casualidad. Entonces la pija decidió recular, que para algo aquello era una suerte de cita, recuérdese la poca luz, aunque nula intimidad (allí, yo, que seguía releyendo la excusa telefónica).

No sé si mintiendo como una hija de puta, o recapacitando hábilmente, dijo algo así como que al fin y al cabo, ella siempre se lo había pasado mejor aquí, yéndose de magosto, yéndose a las termas del Miño y otras actividades autóctonas. Decía que los cafés de medio mundo, con sus tazas, camisetas y utensilios varios fruto de un márketing a la máxima potencia, al final no eran gran cosa. La tía la había cagado pero lo estaba arreglando con tacto y suavidad. Era inteligente.

Me habría gustado que esa chica me hubiese dado plantón a mí. Habría flipado con ella. Con la excusa que me habría mandado al móvil puerteándome.

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