El ritual se repetía todos los lunes. Paco
entraba al estudio donde ya llevaban casi media hora de directo. La
presentadora padecía cierto atoramiento debido a la necesidad de implementar
todas las secciones previstas, con llamadas en directo y varias entradas
publicitarias. Si se despistaban un poco, el tiempo se echaba encima y Paco poco
podría intervenir.
No le pagaban mucho, pero desde el último
hostiazo electoral bueno era el estar presente al menos un día a la semana en
la radio para que el personal no se olvidase de ti. Una vez por semana
comentaba las chorradas que la gilipollas de la presentadora se empeñaba en
decidir que era lo que había que comentar.
Ese lunes Paco entró, haciendo ruido como
siempre, y se sentó en su butaca habitual, al lado de la presentadora y de
una becaria menos atorada que su jefa y más preocupada de las paridas que tenía
que ir proporcionando al programa, provenientes de las denominadas redes
sociales, mariconada que Paco no dominaba mucho ni tenía la menor intención de
hacerlo.
Paco se puso los cascos y en pocos segundos comenzó
a hablar un oyente. La presentadora le apremió para que relatase el rollo que
iba a contar, relacionado con algo así como la noticia del día que querría
compartir con los demás, la noticia personal que para el oyente era realmente
el titular del día. La presentadora le dijo amablemente que apenas tenían
tiempo, más que probablemente pensando para sus adentros: “diga ya su estupidez
que tenemos que continuar diciendo y comentando las nuestras”
Pero entonces el oyente, un hombre que dijo
ser ingeniero de una empresa hidroeléctrica, empezó a hablar con un tono de voz
muy bajito. El silencio se hizo en el estudio, la presentadora decidió
fornicarse los compromisos publicitarios y de tasación del tiempo, la becaria
cachondona dejó su tableta y su monitor y empezó a sacarse y ponerse su anillo
gigante con forma de pez espada de colorines, nerviosa. Paco se aflojó la
corbata y soltó el bolígrafo que le ponían allí para anotar cosas. Bebió un
poco de agua fría, directamente de la botella.
El oyente hablaba al borde del llanto, y los
tres presentes se quedaron quietos como estatuas callejeras de ciudad turística
cutre. El ingeniero hablaba a trozos. Repetía algunos grupos de palabras con
tristeza de esa que evoluciona en forma de nudo o bola dura que se amontona a
la altura de la garganta. Paco, el bruto, se echó una mano a la cabeza. La del
anillo no estaba técnicamente llorando pero se podía notar el cambio facial
extremo. La presentadora, que había ciscado todos los cronómetros, continuaba
escuchando al ingeniero con esa atención que sólo crea lo que realmente merece
la pena.
El ingeniero contó que de camino a casa en
una rotonda cercana a su domicilio, paralela a un puente sobre el río que
recorre y separa en dos la ciudad, vio como una persona intentaba subirse a la
barandilla con la intención de tirarse al vacío. El ingeniero, preso en el
atasco de tráfico de última hora de la tarde, iba sólo, veía como la mujer
estaba a punto de alcanzar ese punto dónde solamente tres segundos más y todo
está perdido. El ingeniero contaba como la mujer hacía aspavientos arriba y
abajo, adelante y atrás. Desde su coche de cuatro millones de antes, observaba
como la mujer de vez en cuando echaba la vista atrás como pidiendo a gritos que
alguien al menos se parase y la parase.
El ingeniero contó cómo finalmente un
ciclista de esos cuya apariencia estética nos haría en una calle oscura echar
la mano a la cartera, o yendo en el coche de cuatro kilos, bajar los seguros,
desvió la trayectoria de su bicicleta al ver a la señora y se acercó a ella. La
mujer se echó atrás y el joven sucio de cabello pero brillante de humanidad,
corazón y cojones… la abrazó.
Los tres espantapájaros del estudio se
volvieron técnicamente mudos. La dicharachera, risueña, borde y otrora atorada
presentadora también.
El ingeniero, creo que llorando, terminaba: es
que joder, si no es por el ciclista de las rastas…
Repetía: no paraba nadie, joder, no paraba
nadie.