jueves, 19 de septiembre de 2013

Mortadela

-->
Pepa tiene sobrepeso y carnet de puntos del bazar chino. Todos los días emplea unos euros en adquirir objetos que en cuestión de días terminarán en el cubo de la basura. En casa toman refresco de cola de marca blanca y mortadela de ínfima calidad, comprada los sábados en ese hipermercado de cajeras feas y bolsas de plástico a diez céntimos.
Manolo, el marido de Pepa, es un hombre con ademanes de brutez notable y obesidad al límite de la morbidez clínica. Bebe vino de casa que un pijo de nueva ola confundiría con vinagre, pero no de ese marrón y dulzón, dizque italiano.
Pijo de nueva ola podría sí considerarse a Pedro, empresario venido a menos, de los que tomaban gulas en las fiestas navideñas, sin conocer realmente la diferencia entre las buenas y las hechas de picadillo de calamar barato.
Se conocían porque los niños jugaban en el mismo equipo de fútbol. Muchos sábados se veían y hablaban, mezclados con otros padres. Pedro creía que Pepa y Manolo no eran mala gente. Simplemente un poco paletos. Pero sí, buena gente. Pedro, con su acidez cabrona, pensaba a carcajada limpia pero insonorizada en la marca absurdamente falsificada de la camiseta de Manolo. O en las patadas al vocabulario que Pepa emitía en estéreo. Carcajada cabrona.
El sábado que el chaval de Manolo y Pepa celebró el cumpleaños, Pedro se acercó con Marina a media tarde a su casa, no sin antes discutirlo entre ellos. Pedro estaba encendido tras una semana horrible con el banco, con su socio, con sus suegros, con el clásico concejal sobornable,… todo patas arriba. Pedro veía que la gente en la que confiar se reducía. Los pocos que de verdad te ayudaban en la subida eran contables con la mano de un manco.
Dejaron la casa de Pepa y Manolo tardísimo. Pepa y Manolo vivían en un piso de dimensiones reducidas pero que para Pedro resultó el más lujoso de los palacios. Pepa y Manolo pusieron de cenar chorizo y salchichón de oferta. Pero con pan de hogaza. Con cuatro ingredientes, sin ostentaciones descafeinadas, ciñéndose a pocas virguerías en cuanto a todo y con una sencillez infinitamente valiosa, Pepa y Manolo hicieron sentir a Pedro el sentido de la palabra hospitalidad. El sentido de lo que es un hogar. El sentido de la amistad pura, desinteresada, inocente pero no idiota. Pedro sintió en casa de los paletos que el paleto era él. Jactándose de varios coches y casas en los que nunca podría sentirse tan a gusto como en casa de Manolo y Pepa. Comiendo caviar que en el fondo, cuando lo comes casi solo, no sabe a nada.
Hoy, dos semanas después, Pedro acudió al supermercado un tanto tristón, porque las cosas siguen como se suponía que nunca iban a ir. Y en la cola de los fiambres al corte, pensó en la mortadela. La mortadela que en el fondo sabe al mejor jamón.

viernes, 6 de septiembre de 2013

Sin que nadie la viese desde fuera

Marta cerró el ordenador de un portazo, originando un sonido leve de una intensidad atronadora. No hacía falta continuar viendo aquello. Había esperado para no ver lo que allí veía. Si no lo ves  ya no está. Tremenda mentira. Sintió ya no solamente tristeza o desesperación. Más que eso. Marte sintió estupor. Estupor absurdo en el fondo porque no era algo inesperado. Profesó un extraño asombro por lo que ya se temía y conocía. Dio un portazo desde dentro, sin que nadie la viese desde fuera. Portazo en su cara. Portazo fatal. Pensando en que el día siguiente iba a ser el peor día de su vida.
Marta lo asumió toda la noche, que pasó prácticamente en vela. Volteándose, levantándose, bebiendo sorbos de agua y doblando la almohada empapada buscando un par de centímetros cuadrados nuevos que le permitiesen apoyar su cara durante veinte minutos sin que pase nada. Toda la noche previa al peor día de su existencia se la pasó mentalizándose de que después de ese día, vendría el resto de su vida, que no iba a ser mucho mejor. Pensaba en lo visto antes del portazo, cuando aún cabía la posibilidad de no se sabe qué.
El peor día de su vida empezó cuando aún era de noche, y decidió que cuanto antes se pusiese en pie y empezase a prepararse, menos malo iba a ser todo. Marta recorrió todos los kilómetros que aparecen al poner la mesa, recordando todo lo que recuerdas cuando de verdad quieres recordar lo bueno. Aún así el día estaba siendo como Marta se esperaba. Mentalizada para la tormenta. Con botas, chubasquero y gorro de agua. Ajena a los baches, a los coches y a los niños llorones. Marta pensando que mientras hay vida hay esperanza, pero en el fondo… Marta hundida en su propio charco
Y cuando ya no se sabe si esperaba terminar el primer día del resto de los días igual que empezó la noche, todo dio un vuelco. Vuelvo sencillo, racional, inesperablemente esperado y bien recibido, tranquilo, pausado, emocionante, sincero, real, verdadero. El peor día de la vida de Marta se convirtió antes de que el gallo cantase en un día bonito. Sin portazos. Un día en el que la ilusión no es una ilusión.