jueves, 29 de marzo de 2012

Rico de parábola


Eusebio era un banquero de los de antes. De los que a la entrada y a la salida miraban de reojo la peluquería y el restaurante colindantes observando si eran negocios en auge, susceptibles de ser prestatarios de efectivo, o por el contrario tenía que, pasando un muy mal trago, negarles el dinero. Muchos eusebios eran los responsables de que la cosa fuese bien o mal. Años más tarde llegaron decenas de mileuristas que desde Tres Cantos elaboraban plantillas clónicas, genéricas, insípidas y frías que otros, menos que mileuristas, cubrían en cada  oficina local cual funcionarios chinos sin poder poner ni quitar nada.

Eusebio llegó a lo más alto, siendo director de la oficina principal de la ciudad. Aunque siempre se jactó de no ser de los que se ponen de puntillas para la foto siendo ya los más altos, Eusebio se vio inmerso en el batido económico y acabó volviéndose áspero, chulo y prepotente frente a todo el mundo. Eusebio se convirtió en lo contrario de lo que era. El buen humor lo convirtio en acidez, el espíritu constructivo en canibalismo oficial, el buenrollismo con la gente en acusada y extrema altivez. Prácticamente se convirtió en un rico de parábola.

Y un buen día, el menú del día se acabó, todo se vino abajo como un castillo de naipes y Eusebio tuvo que agachar la cabeza. Agachó la cabeza demostrando el efecto de la gravedad. De las dos gravedades.  Y como sí tenía años pero no tantos, las fusiones de entidades, que venían a ser una vendimia de uvas casi podres, le llevó a una oficina de barrio. Una vuelta atrás.

Aguantó como pudo un par de años más pero como la paella tenía mucho arroz y poca carne, Eusebio recibió un buen día un comunicado. Debía cubrir un formulario muy parecido a los formularios insípidos y fríos: el suyo propio. 

miércoles, 28 de marzo de 2012

Y de repente...


Otra de las situaciones a las que tienes que enfrentarte cuando rompes con alguien tiene lugar cuando de manera casual, forzada, o previo paso previamente meditado y decidido por la tienda correspondiente, vuelves a oler su perfume.

Como un exfumador de puros cuyo momento de gozo travieso en una boda o convite ocurre cuando padrinos, madrinos y quinceañeros agitados prenden la mecha del obsequio masculino y la fragancia leñosa y caribeña, para algunos emponzoñante, recorre las instalaciones del salón de salones, ocupando como buen gas, todo el volumen disponible en muy poco tiempo.

Vives en un despiste flotante, preso de tí mismo y tus circunstancias, atendiendo tus obligaciones y cubriendo tus huecos ociosos, intentando recordar lo bueno o no recordar lo malo. Y de repente… ese olor.

Ese olor que activa las alertas durmientes y revoluciona los ejércitos dormidos. Que muestra ácidamente los sueños fracasados pero destapa todos los que están aún por realizar. Un olor que nos recorre a nosotros mismos norte y sur, derecha e izquierda, blanco y negro, pares e impares. Ese olor que atraviesa el calendario y viaja en autobús lento de infinitas paradas y destinos machacados.

Un olor. Un olor que nos ataca. Un olor que a pesar de todo, nos atrae.

domingo, 25 de marzo de 2012

Algo muy importante


Casimiro timbró y le abrió la puerta Milantia, sudamericana pobre según las estadísticas y los cánones cabrones de nuestro tiempo, pero multimillonaria de corazón, cabeza y todos los demás órganos corporales. Milantia cuidaba por las mañanas a Olegario, en ausencia de sus hijos. Ella le aseguró a Casimiro que Olegario ya no hablaba, ni escuchaba, ni reaccionaba a los gestos, ni comprendía ni atendía. Por mucho que mantuviese una faz serena, diríase que hasta lúcida, pero con una mirada radicalmente extraviada. Un rostro plano. Sin sonrisas, ni lloros, ni exaltaciones festivas. Nunca se sabía si Olegario tenía hambre o sed.

Casimiro lo intuía, lo había oido miles de veces. Había escuchado por bocas diferentes que Olegario, como muchos otros, tenía esa enfermedad cuyo nombre, raro y dificil, se debía al parecer a un médico extranjero. Casimiro pensaba en porqué ahora siempre ponen nombres raros a las cosas del día a día.
Casimiro le habló a Olegario como siempre. Le contó las últimas novedades de todo, del pueblo, de las ferias, del ganado, de las nietas. A continuación se acercó mucho más y le habló de tú a tú casi al oido, diciéndole que qué suerte tenía con Milantia y con los hijos, que le tenían en casa y no en una residencia. Y le decía que no hiciese caso cuando oyese hablar a los demás diciendo que él ya no oía ni entendía. Casimiro le decía que sabía muy bien que él estaba al loro de todo, pero que era cosa del médico raro ese, que se empeñaba en hacer parecer que no.

Milantia apareció en la salita para dar de beber a Olegario, y proporcionarle unas medicaciones que Casimiro ignoraba para qué eran, porque sabía bien que la enfermedad del médico raro era imposible de curar. Casimiro habló de lo penoso del estado de Olegario, y recordó la vitalidad de años atrás, del espíritu de lucha que siempre tuvo, guerreando para que las indemnizaciones de la construcción del embalse que anegó el pueblo fuesen mayores, poniéndose al frente, oponiéndose a los grandes. Casimiro recordó cómo Olegario se enfrentó a la muerte de su hija y de su mujer en un accidente de autobús, criando a otros dos hijos él solo.

La cara de Olegario fue modificando toda ella su tonalidad, los párpados empezaron a enrojecerse muy tenuemente, con un tinte livianísimo. La mirada de Olegario se alineó, movió hacia arriba la cabeza, y la dirigió hacia Casimiro a muy lenta velocidad. Casimiro seguía han﷽﷽﷽﷽imiro a muy lenta velocidad. Casimiro segua su tonalidad, los prnes del embalse que anegaba para qu eran vecinos dea eía hablando. Olegario ya le estaba mirando. Une escena con iluminación de un solo foco de luz amargo. Sin ruido, sin ningún entusiasmo.

Casimiro se despidió y se fue. Siempre que iba a verle, al salir pensaba que sería la última vez.

Aproximadamente un mes después, Casimiro acudió a casa de Olegario y Milantia le explicó que Olegario había sido trasladado al hospital porque había empeorado. Milantia atendió al teléfono que acababa de sonar, y Casimiro le habló a Maylenis, la niña de Milantia, que portaba una muñeca a modo de mascota.  Casimiro le hizo un par de carantoñas y Maylenis le explicó con espartana seriedad que no podía atenderle ni jugar. Tenía que explicar a la muñeca algo muy importante. Le iba a revelar, a través de la ventana, dónde estaba el cielo. Porque era allí a donde se iba a ir Olegario muy muy pronto.

jueves, 22 de marzo de 2012

Ratas


Después de estar toda la tarde echándome la mano a la tripa para intentar apaciguar los efectos de una comida muy pesada, basada en habas asturianas cocinadas con carne de gorrino asturiano también, y como postre helado de limón de procedencia estándar con castañas dizque gallegas, bajé los cinco escalones existentes en el portal de Ana, desde el ascensor a la puerta de salida, a propulsión. Emití de modo sinfónico todo el metano que un ser humano puede almacenar en su alacena interior antes de que afecte a algún órgano vital.

Era domingo noche y las circunstancias hicieron que tuviesemos que compartir comida con esos amigos asturianos. Últimamente ya no pero al principio era una situación de esas que originan alteración. Antes de conocerles, a ella le había introducido un lote de fichas más de una noche en el bar de referencia, a pesar de los briconsejos de la clásica enterada que controla todo en modo controlador profesional, advirtiéndome que eso era como pinchar en hueso pensando que era un globo. La asturiana nunca me había hecho ni puto caso. Hombre sí, hablar habíamos hablado, de las clásicas menudencias: que si las asignaturas de libre elección, que si yo toco el oboe, que si a mi tía los juanetes le dan jaquecas, que si los pilot molan más que los bic. O sea, habíamos hablado de nada. Yo creo que realmente puedes decir que conoces a una persona cuando sabrías perfectamente qué libro regalarle o qué película le invitarías a ver y ello no le produciría regurgitaciones. Y yo a la asturiana, por aquel entonces le habría producido lo dicho aún invitándola a ver Titanic, que por cierto va a volver al cine remasterizada, como ET.

Un día, Ana, antes de ser lo que somos, me presentó a los asturianos, con los que compartimos un café de domingo a la mañana, de esos que cargas con los suplementos y adobos del periódico hasta que acabas tirando a alguna papelera el CD de dibujos animados que nunca vas a ver o el suplemento de caza y pesca. Hay que soltar lastre, si al menos con el jornal regalasen una bolsa biodegradable… Pues bien, fue presentarme a su marido y empezar Ana a hablarle de mi como el tio más simpático de la comarca, repasándole mis anécdotas más graciosas (todas inventadas, como es natural). Sólo le faltó apartarlo a un lado y continuar hablando conmigo como nunca lo había hecho, mientras el tipo tenía aspecto de sentirse más desubicado que King África en el Congreso Mundial de Endocrinología y Nutrición. Y mira que el marido hacía intentos de integración, riéndose hasta de los azucarillos, o intentando meter el tema de la política (yo no tengo ni idea ni el más mínimo interés). La asturiana había recolectado la caja de fichas que yo le había enviado durante semanas y me las estaba reenviando de manera acelerada no sé si con una fragancia de esas de rosas silvestres, un poco de tabasco o una dosis de laxante, nunca lo supe.

Nunca lo supe porque yo ya había decidido que me limitaría solamente a las monedas en cuanto a tratos con entes de doble cara.

Salí del portal, y tomé el coche hasta la universidad, adonde tenía que ir como todos los domingos a extraer una muestra del congelador para el día siguiente. Una muestra de rata congelada, a la que al día siguiente haría algún estropicio más. Con ello sacaría una serie de conclusiones que harían feliz a mi jefe.  Para ir a por las ratas tenía que sufrir un proceso fruto del exceso de celo o de la imbecilidad del diseñador del edificio. Tenía que entrar por el bajo, caminar unos doscientos metros, pasar dos controles de seguridad basados en poner mi huella dactilar en una especie de dedal metálico, subir siete pisos hasta donde estaba el congelador profesional y llevar el cadáver de la rata de cuerpo presente al laboratorio donde se hace el corte y confección, situado en el cuarto piso. Todo eso con unos seguratas que soban todo el día, y apenas tres especimenes que no tienen casa y acuden los domingos noche a trabajar allí. Vale cuando internet en casa era caro y allí era una jauja descargarse películas, pero hoy… Y no, no estaban por allí en plan aventura de fin de semana. La peña que los domingos estaba por allí era gente rara.

Había dejado ya las muestras, exactamente dos ratas congeladas, en el laboratorio de investigación habitual. Mirándolas me dí cuenta de que las ratas no tenían secretos para mí. Fijándome bien, las ratas, vistas cara abajo eran grises, trianguladas, semejantes a un ratón de ordenador o su alfombrilla y con un poco de imaginación, hasta bonitas. Vistas cara arriba eran arrugadas, blanquecinas, como secas, y sobre todo feas, muy feas.

Y así ligando una cosa con la otra me dije, autoprometiéndomelo: tarde volveré a comer fabada.

martes, 20 de marzo de 2012

Espera

Accedí a ir por una cuestión propia de serie televisiva de adolescentes. No me interesa en absoluto el tema de la charla que iba a dar el tipo aquel del que Sabela me habló cuando me pidió que le devolviese el favor. Vaya favor de mis cojones. Por definición un favor es algo que haces sin esperar nada a cambio porque de lo contrario, es un trueque o una compra offline. Sabela me pedía que la acompañase a aquella charla, a bastantes kilómetros de aquí, en una tarde fea. Fea por húmeda, fría y grisácea. Una tarde fea que es guapa para irse al cine y merendar croquetas. Una tarde que con otros mimbres es capaz de iluminar lo iluminable. Pero aquella tarde le debía devolver el favor a Sabela en forma de acompañarla a aquella mierda. Aquella mierda era una conferencia sobre arte funerario galaico-portugués, que impartía un novio o amante suplente de Sabela susceptible de volver a ser titular para el mundial.

Si me quejaba, Sabela me recordaría a mí cuando me acompañó a un torneo de esgrima porque competía aquella chica maja de la playa. No, no voy a aclarar ahora si esa chica llegó a jugar de titular o chupó banquillo. No es el objeto de esto que escribo.

Después de la charla, que fue el mayor bodrio de mi vida social, teniendo en cuenta que tuvo lugar en un sótano oscuro y sin cobertura de móvil, mi paciencia se fue de vacaciones hasta septiembre. Cuando Sabela me hizo señas para hacerme entender que tocaba esperar para poder tomar algo y encauzar lo que, me enteré luego, ya estaba precocinado, tuve que contar hasta un número alto para no chillar en colorines.


Tocaba dejar solos a mi amiga y al conferenciante. Sólo media hora -me aclaró Sabela- luego nos vamos, que está el tiempo malo para viajar mucho más tarde. Te lo prometo.

Pasaran ya dos horas y media, y me había fumado más cigarros que en todo el semestre escolar. Leído más periódicos que el italiano del telediario matinal de la tele. La batería del móvil próxima al funeral de cabo de año. Sin portátil.

Me estaba enfadando con Sabela. Estaba enfadado con Sabela. Qué cojones vengo a hacer yo a una conferencia de un místico mitad pijo con letra capital, mitad cultureta con gafas de pasta sin graduación con cristales placebo.

Fui al coche, aparcado por cierto en la quinta gónada, y revisé qué tenía por el coche que me sirviese para hacer más tiempo. Periódicos viejos descoloridos y caducados, todos los manuales del coche, incluido el de la radio y prácticamente nada más.

Ah, sí, una guía de esgrima.   

domingo, 18 de marzo de 2012

Los verdaderos sabios


Bruno cree que los niños y los borrachos nunca mienten. No se si esto es un refrán, legalmente, o bien es una frase hecha de las muchas que circulan por autovías de pago de ciertos eruditos de tertulia navideña.

Bruno piensa que los niños son ingenuos, no ven dobles ni triples sentidos a las cosas. Tienen una navaja de Ockham que dominan con maestría. Las personas que son como niños, o al menos se comportan como tales, son criticadas por infantilismo crónico y ausencia de una seriedad fatalmente entendida. Bruno cree que como ellos, son los más listos.

Sobre los borrachos que no se emborrachan y calibran las personas y sus situaciones, retiran la grasa y se quedan con el magro, desechando la paja y ciñéndose al núcleo, Bruno cree que son los verdaderos sabios. Sin rodeos ni pleonasmos, sin superfluas obviedades ni oquedades, con palabras sencillas y sin esperar a que todos pierdan el tiempo, dictan sentencias justas, rápidas y muy eficaces.

Bruno lo comprobó el domingo. Volvía del baño, y al llegar a la barra sólo estaba el borrachín que les había estado espiando con sigilo. Salió afuera a echar una ojeada multidireccional y volvió a entrar dentro. Cuando sacó el móvil del abrigo e hizo el ademán de marcar el número, el borrachín se acercó a Bruno y le dijo con tono franco:

-Ahórrese la llamada. Ahórrese todas las llamadas. No hay nada que hacer.




sábado, 17 de marzo de 2012

Ferreño

Ferreño se jubilaba y se organizaba una cena típica. Ferreño era un tipo del departamento de no se qué, que se encargaba no sé exactamente de cual tema para la zona de Lugo y parte de Asturias. Siendo claros, no tenía ni puta idea de quién era Ferreño. Pero Beatriz iba a ir a la cena, dato que pude obtener a fuerza de poner la oreja y grabar toda una conversación vecina mientras respondía con mono, bi y trisílabos a lo que a su vez me contaba Albertez, con quien técnicamente compartía yo café.

Beatriz era la sustituta veraniega de mi jefe directo, emplazada el resto de la temporada en la zona centro peninsular. Ya se sabe que los veranos son esa época del año en la cual toda esa gente que tiene las ideas claras sobre todo, de repente comete extravagancias y rompe moldes. El verano es esa época donde las parejas más perfectas e inseparables, esas parejas protagonistas de panfletos parroquiales, deciden poner tierra, o Marte, de por medio. En verano los más machos, a vuela pluma, arrojan al cisco la losa que portaban hasta hace un rato. En verano, es cuando las cosas que no dan más de sí, rompen.

Beatriz me aseguró que estaba separada cuando pasó lo que pasó, y yo me encargué de conseguir que siguiese pasando. Pero a modo de regalo sorpresa de fin de agosto, cuando mentalmente yo oía la canción de aquel dinámico dúo sobre el final del verano, Beatriz me dijo que hasta siempre, dándome a entender lo que yo me imaginaba. Hasta siempre dicho al final de un verano como aquel, significaba hasta siempre, ni más ni menos.

Por medios diríase que ilegales, me enteré de que Beatriz iba a asistir también con su marido a la cena homenaje a Ferreño. Yo tenía cierta emoción por todo. Volver a ver a Beatriz, esto es, encontrarme con ella … no siendo verano. Pero lo más jugoso, verificar si su marido era como yo me lo imaginaba o no. Me lo imaginaba siendo un imbécil, feo, gordo, maloliente, sin conversación interesante, tartamudo y con los dientes color siena. Bueno, quizás eso es lo que yo en el fondo de mis debilidades quería creer. Llegado el día del evento, el salón de los salones donde se servía el aperitivo estaba rebosante. Aunque estaba nerviosillo, ojeando el percal a derecha e izquierda buscando a Beatriz y su marido, pude conversar con Albertez utilizando oraciones compuestas coordinadas e incluso subordinadas, como que compensando las muchas veces en que no le presto ni la más mínima atención porque la noticia no la emiten en su canal sino en otro.

En esto recibí una comunicación telefónica en formato de texto escrito, junto con una serie de iconos que cada uno suele entender a su manera, de parte de un informador que está al tanto del cocido y sus tiempos de cocción, diciéndome que Beatriz va a causar baja a última hora en la cena. El único aliciente se desvanecía, se evaporaba de una manera absurda, como absurdo era todo aquello. La cena homenaje a Ferreño. Pero en fin, no era la primera vez que acudía a un lugar por algo que al final no tomaba forma, y me tragaba toda la función como un campeón.

Pero en esto el ambientillo se revolucionó, empezó a entrar más y más gente. Aquella suerte de Titanic se petaba con motivo de la jubilación de Ferreño, del cual hablaba todo el mundo como un tio genial, con mucho sentido del humor, amigo de sus amigos, el clásico paisano que anima las fiestas, juega al fútbol con los niños y todas esas bucolicadas. Si llega a existir un premio Nobel, (o una medalla Fields) de Tipo de puta madre, Ferreño lo petaría.
A los cinco milisegundos apareció Ferreño y tras vítores y aplausos, mitad mítin electoral, mitad plaza de toros, se acercó a mí, me llamó por mi nombre y de manera absurda se me declaró fan. Que ha oido hablar mucho de mí, que sabe que tengo fama de buen trabajador, amén de otras cosas, guiñándome un ojo.

No me dio tiempo a pensar qué coño decía aquel tipo, protagonista de aquel tablao flamenco-galaico. Ferreño, tras su peloteo a mi humilde persona añadió como coda:

-Se me olvidaba, saludos de mi mujer, que finalmente ha tenido un percance y no ha podido venir.

viernes, 16 de marzo de 2012

Con letra capital


Me acababan de dar plantón. Porque unos minutos de rigor en toda cita o encuentro humano son admisibles en todas las casas reales y reuniones de esta nuestra comunidad, pero aquello era ya un exceso. Mediante comunicación a través de teléfono móvil recibí una excusa que, ciertamente, podía calificarse de inteligente. Porque a mí se me puede dar plantón, pero eso sí, quien lo hace lo hace de forma inteligente. Por lo menos esa es la excusa a la que uno se ase en los momentos de cabreo posteriores. De camino a casa o a una cuchillería. Ese momento en el que buscas por la calle algún área espejada que permita verificar en forma de imagen reflejada el significado de la palabra pringado.

Allí, en aquel local de mesas redondas tamaño hamburguesa XL, muchas y muy juntas, y con poca luz para leer hojas de papel, tenía cerca de mí, excesivamente cerca, a una chica y un chico para los que la luz no tenía la menor importancia. Yo, sin compañía, recién apaleado, releía la excusa en mi móvil mientras sin yo quererlo empezaba a escuchar la conversación de los dos chavalines, que por cierto, andarían por la veintena, escasa veintena.

Tuve envidia. Sana. Aunque nunca entendí muy bien qué es la envidia sana, porque es como tener sed y no tener ganas de beber. O estar tranquilo con el corazón acelerado. O decir que lo entiendes y que no pasa nada cuando no lo entiendes en absoluto y sí que pasa algo. Pasa mucho.

Él, al llegar los cafés que pidieron, comenzó a hablar y salió el tema de una clásica cadena multinacional de cafeterías que tiene locales en todo el mundo. Decía con humildad, pero con emoción, que nunca había estado en ninguno pero que le gustaría estarlo. Ella, empezó a recitar, sin extraerse el pequeño canto rodado del paladar, que había estado en por lo menos unos diez locales diferentes de esa cadena a lo largo del nuestro y otros países. Era pija. Pija con letra capital.

El chico, en vez de amedrentarse, se creció. Y dijo algo así como que el día que él fuese a un sitio de esos, no iría en plan familiar, como que castigado o porque había que ir porque sí. Iría queriéndolo él, quizás como que hasta pagándoselo él, aunque fuese a un local de los de cerquita, cuando lo abran en Vigo, mismamente, si es que algún día lo abren. La pija se sintió dolida por el, llamémosle como por contraste, chico rural. Advirtió que a varios de los locales de esa cadena de cafeterías no había acudido con sus padres sino con amigas, en viajes organizados por no sé que club de no sé que deporte minoritario. El chico rural estaba dándose cuenta de que aquello estaba haciendo aguas en el primer minuto. La tensión alcanzaba a varias mesas-hamburguesa vecinas. La música se paró, creo que para homenajear al chico rural y su cabeza alta. O eso o la canción se acabó de puta casualidad. Entonces la pija decidió recular, que para algo aquello era una suerte de cita, recuérdese la poca luz, aunque nula intimidad (allí, yo, que seguía releyendo la excusa telefónica).

No sé si mintiendo como una hija de puta, o recapacitando hábilmente, dijo algo así como que al fin y al cabo, ella siempre se lo había pasado mejor aquí, yéndose de magosto, yéndose a las termas del Miño y otras actividades autóctonas. Decía que los cafés de medio mundo, con sus tazas, camisetas y utensilios varios fruto de un márketing a la máxima potencia, al final no eran gran cosa. La tía la había cagado pero lo estaba arreglando con tacto y suavidad. Era inteligente.

Me habría gustado que esa chica me hubiese dado plantón a mí. Habría flipado con ella. Con la excusa que me habría mandado al móvil puerteándome.

jueves, 15 de marzo de 2012

Tímidez

Martina aproxima el coche a cámara lenta para no tener que acariciar el bordillo magullándolo. Los besitos del coche con salientes callejeros tenían un precio muy elevado, y mira tú que hay besos caros. En forma de taller de chapa y pintura. Martina considera que la distancia es la oportuna para no cagarla, cosa que ella suele hacer con naturalidad, alta frecuencia y de modo general. Con el coche y con todo. Considera que el vehículo está aparcado pero todavía espera casi sesenta segundos antes de apagar la radio y salir. Martina cree que lo mejor de la radio siempre lo emiten cuando hay que apagarla. Como cuando te toca hacer cola en algún sitio, entablas relación con alguien, y te tienes o se tiene que ir. Hasta siempre. Despedida marcial.

Pero Martina no es de las que entablen relación fácilmente. Siempre que le toca tener que autodefinirse dice que es tímida. Y lo es. Pero no lo dice como algunos guaperas en la tele que a la primera de cambio dicen que son tímidos cuando eso realmente es una excusa para que las feas no les rompan la cabeza. Martina es tímida de verdad, de las que se quedaban sentadas en los descansos de clase, en las excursiones sólo hablaban con el conductor para pedirles la bolsa de vomitar en marcha, y de las que se iban a marchas forzadas tras cualquier incidente.

Martina se retoca la cara, el pelo y se perfuma livianamente. Coge el móvil y abre varias veces los menús de mensajes, cotejando no sabe exactamente el qué. Mira la hora aproximadamente unas veinte veces. Decide quitarle el sonido, se lo vuelve a poner, al final opta por disminuirlo solamente. Hoy está decidida a dejar en el baúl de los recuerdos su timidez. A partir de hoy, otra Martina.

Martina sale del coche. Enfrente, aparte del bordillo caníbal, está el mar. Es mes de noviembre y el termómetro está de coña. Martina se temía que hubiese demasiada gente o demasiada gente conocida. Martina cierra su coche con el mando y dirige la vista en modo radar sobre los escasos coches del aparcamiento de Samil. Martina sube y baja sus gafas de sol para asegurarse de lo que hoy sí está ampliamente segura: sí, allí está.

martes, 13 de marzo de 2012

Bailando solos

Cuando rompes con alguien hay una serie de faenas a las que tienes que enfrentarte. Una de las peores es … que tienes que cambiar de bar. Hombre sí, si la ruptura es semidesnatada, puedes seguir asistiendo como si aquello no fuese con uno pero... para evitar que las dendritas y axones no terminen haciendo puenting sin soga, el protocolo dice que hay que abrirse. Adiós al bar de siempre.

Cada vez que veo un programa televisivo de estos que han alcanzado exitillo, no el de los pijos y borjamaris por el globo (terráqueo), otro, de los que visitan pueblos y villas de España buscando bares y tabernas, me pasmo escuchando cómo el personal disfruta contando que ese es su bar. Se les nota que allí, a aquel bar, fueron el día antes de su boda, el día en que murió su suegro, el día en que se les acabó el contrato, el día en que despidieron en la estación a ese mejor amigo, el día en que estrenaron coche, el día en que fueron abuelos, a la semana siguiente de salir de la UCI, o al que irán días antes de morir. Porque al bar vas cuando estás feliz y cuando estás triste. A tu bar es al único sitio al que puedes ir sólo y sabes que no vas a estarlo.

Y de otra de las faenas, nada que declarar. Ya se ocuparon en un tema las dos chicas bailando solas, que, paradojas del destino, así acabaron, y no fueron ni son ni serán las últimas, bailando solas.




lunes, 12 de marzo de 2012

Higos

Julita enviudó hará unos cinco años y no se va a recuperar nunca. En la setentena, sin hijos, su faz recuerda a una piedra de mármol de las cocinas de antes de antes de la crisis, astillada, como con fugas, con unos coloretes casi redondeados. Puto cáncer. Aunque te cuentan que el cáncer no significa siempre muerte, esas plañideras del optimismo que lo declaran en plan mitin de pueblo nunca convencen a nadie, por bien que te lo plantees y por optimista que te autonombres autocreyéndotelo. Julita enviudó y así se quedó. Con el optimismo, la paciencia y la energía al límite de una suspensión de pagos vital. Abrasada. Abrasada viva.

Julita acude prácticamente a diario a la tienda de la esquina. A una de esas tiendas de ultramarinos de las de antes a donde se podía ir sin tener necesariamente que comprar nada. De las pocas que quedan. Julita se encuentra con alguien. Charlan. Julita sigue. Julita está llorando. Pero no llorando de esto que rompes a llorar porque recuerdas una putada que te hicieron, cuando te echaron. Cuando te echaron de un trabajo o de una vida, cuando te dijeron que no te cogían ni te acogían del vergo acoger. Julita no lloraba de romper a llorar porque de repente te encuentras una foto en una carpeta. No lloraba de esto que lloras cuarenta y cinco segundos, te suenas los mocos, te limpias la cara y la dignidad y sigues a lo tuyo. Julita lloraba dos lágrimas, pongamos tres. Lágrimas que caen despacio, tan despacio que no ves cuando están ahí y cuando no. No las ves porque son lágrimas que viajan por un trayecto que ya es tan oscuro y triste, su cara, que pasan desapercibidas. Incluso ni mojan. Son las peores lágrimas. Las lágrimas que se quedan y que no tienen pensado irse.

Manolita, la tendera, desde detrás del mostrador ve el mundo. Ve a Julita, a la que conoce y de la que lo sabe casi todo. Sale a su encuentro y le dice que tiene una muy buena noticia para ella. Es verano y han llegado los primeros higos del país. Procedentes de las higueras de las orillas del Miño. Con un sabor dulcísimo y recién arrancados del árbol. Manolita sabe que Julita se pirra por ellos. Todos los años le pregunta una y mil veces que a ver cuando empiezan los higos. Pero los del país. Tras el comunicado oficial de la llegada a la tienda de los primeros higos, la cara de Julita cambia de color. Y de repente, Julita como que parece más joven, más alta y con más brillo. Dentro de la tienda, nada más ver los higos, los ojos de Julita dan vueltas sobre sí mismos, destilando una ilusión infantil de gran potencia. Parece como que el negro luto que viste ya no es luto. Manolita le coloca una docena en un recipientillo plástico mientras Julita sonríe. Sonríe. Sí, solamente por los higos. Pero sonríe.

domingo, 11 de marzo de 2012

Hipérboles

Contaba el recientemente finado Fraga Iribarne en una pieza televisiva de hace ya varios años, que su esposa cuando viajaba a Ferrol lo contaba como si hubiese viajado a Japón, mientras que él podía viajar a Japón y lo contaba como si hubiese ido a Ferrol.

Una vez oí relatar a una conocida, exitosa y eficaz empresaria que a la suya bien podrían darle algún tipo de reconocimiento por poseer la plantilla que más progenitores simultáneos de segundo grado poseía... y que fallecían. Empleados que solicitaban alrededor de cuatro veces por año, durante varias temporadas seguidas, el permiso de ausencia al chollo por fallecimiento de un abuelo. El encargado de recursos humanos de ese sitio debía hacer con frecuencia unos encajes de Camariñas con sudokus a la plancha para no acabar gilipollas o al menos no semejarlo. Luego llegó la crisis y sospecho que el encargado de las bajas y altas debe estar a estas alturas formando parte de alguna estadística gubernamental.

Exagerar es echarle morro. Exagerar es a veces hacerse el gracioso. La hipérbole es aceptada habitualmente como recurso fabulístico. O sea que puede que tenga caché, como antaño poner los acentos al escribir o estudiar Filosofía y Letras. Con hipérboles se transmiten con mayor eficacia ideas y conceptos. Con hipérboles llamas la atención de tu interlocutor, pero ojito. Ojito porque si exageras exagerando colmas el recipiente de la paciencia del que te aguanta y te conviertes en uno de esos individuos con los que compartir café una vez cada cuatro meses es la dosis umbral. Si la superas, pasas a ser un plasta. Y es jodido dejar de serlo.

Según quien te cuente lo que te cuenta, uno debe ajustarlo y calibrarlo según los parámetros propios, porque en otro caso volvemos a las familias de veintisiete abuelas. Y es un rollo.

viernes, 9 de marzo de 2012

"brainstorming"

La primera vez que escuché, que yo recuerde, el término “brainstorming”, fue allá por 2006 en una de las clases impartidas por una pedagoga que se parecía físicamente a Juan Echanove pero en chica, correspondientes al Curso de Aptitud Pedagógica. Éste era un trámite que los licenciados debíamos pasar para poder opositar a ser profesor de educación secundaria. Trámite que rondaba los trescientos euros y un pack de tardes frustadas porque el trámite exigía presencia física de seis a ocho de la tarde. Era una especie de club de alcohólicos anónimos donde los de ciencias íbamos muy relajados, tras pasarlas putas los últimos meses de carrera con aquellas materias que nunca se olvidan, por ser más eficaces para quitar el sueño que las tazas-barreño de café portugués hecho en cafetera italiana. Relajados porque la tónica era escuchar los rollos del personal, lo cual no era en sí novedoso, pero a su vez con posibilidad e incluso obligación de opinar. Esto sí estaba muy bien. Hablabas. Escuchabas. Te descojonabas.

El término “brainstorming” o tormenta de ideas consiste en que en un grupo de personas se plantean de manera atropellada, desordenada, y disparadas a bocajarro, todas las posibles ideas, soluciones, planteamientos o recursos acerca de una cuestión concreta. Así en bruto, sin explicar ni rebatir, sin casi pensar. A lo puto loco. En el momento pensé que por una parte aquello sí sabía lo que era, pero me sorprendió que semejante parida que todos en algún momento de nuestra vida habíamos hecho, tuviese aquel nombre que sonaba tan pijo, hasta casi como elitista. No era la primera, ni fue la última vez que descubría que algo que ya existía, algo que ya yo usaba, pensaba o sentía, ya había sido usado, pensado o sentido antes que yo por muchos otros. Pero me sorprendía. Mucho.

La tormenta de ideas es un ejercicio que yo hago, a solas, muy frecuentemente para temas extremadamente diversos. Yo mismo uso esta técnica para avanzar, para reirme, para conseguir objetivos, para no olvidar los viejos propósitos, para descubrir enigmas, para predecir situaciones, para prepararme para posibles acontecimientos, para reducir los riesgos de las decisiones que uno debe o debería tomar. Hay hechos que a priori, no entran dentro de lo probable, según unos criterios llamémosle conservadores o quizás del denominado sentido común. Pero el sentido común no rige todo. No.