Manolo y Josefa iban
agarrados pero mantenían a buen recaudo sus manos en sus propios bolsillos,
como técnica de supervivencia a la noche, a la baja temperatura y probablemente
a alguna interferencia más. Caminaban dando pasos rápidos y cortos con la lentitud
del que no desea quemarse. Quemarse de frío. La calle, larga como un día de
últimos de junio, estaba poblada de adornos y luces navideñas. Al fondo, una
luz roja muy llamativa parpadeaba extrañamente, con guiños descompasados y un
chasquido liviano llegaba a los oídos de Manolo y Josefa.
Josefa miraba de reojo los
escaparates, sin pararse. Ni siquiera tirando de Manolo ligeramente. Manolo,
pensaba en la extensión de la calle, que se curvaba hacia la
izquierda como un acordeón flexionado, primero muy poco, y luego casi hasta
el extremo. Hasta ese punto en que parece que se rompe pero no. El acordeón se
estira de manera exagerada, retorciendo y extendiendo sus pliegues, obligando
al acordeonista a torcer la cabeza de manera extraña pero íntima. El
acordeonista toca una melodía cualquiera sin pararse a pensar si el acordeón
sufre. Solamente toca. Melodías inolvidables. Para Manolo, aquella calle era,
más que nunca aquel día, inolvidable.
Continuando el trayecto,
avanzando sin prisa pero sin pausa, con su cojera peculiar y no uniforme, sin
desviar la atención de Manolo ni siquiera sin que éste tuviese que pararse,
Josefa sacó de su bolsillo izquierdo un pequeño paquetito que arrojó no sin
emoción, pero invisible e indetectable al fin y al cabo, a una papelera
callejera de forma cónica.
Fue un acto rápido, casi
inexistente, como ocurre muchas veces en la vida. Dos segundos que lo cambian
todo para siempre o para nunca. Hechos que no los ves. No los ven. Manolo no lo
ve. No hubo que detener la marcha ni pedir permiso ni avisar. No hubo que
planearlo demasiado. No hubo necesidad de parar a las personas que pasaban por
la calle, ni parar la Navidad, ni parar las luces, ni parar a Manolo.
Josefa tiró aquello a la papelera
en un tiempo que no da tiempo a medir ni a contar. Como no dio tiempo a contar
tampoco lo que tardó Josefa en secarse las lágrimas diminutas que en sus ojos
verdes florecieron, aunque quizás esas lágrimas no habían aparecido de repente,
puede que llevasen allí retenidas desde siempre.