miércoles, 30 de mayo de 2012

A cor máis bonita é a negra


Carlos deixou atrás aquela morea de rotondas que pretendían poñer en orde o tráfico endiañado e que o conseguían soamente ata certo punto. Carlos non era bo condutor pero esa non era a cuestión. Hai cousas que melloran coa práctica de xeito caseque natural.

Naqueles intres, Carlos pensaba as palabras exactas coas que había de tentar dicir o que quería dicir. Pensaba a explicación e xustificación de estar alí, despois de todo aquel tempo e todos aqueles partidos perdidos. E decatouse de que tiña un problema: non era unha cuestión de palabras, que iso a él non lle debería afectar, sendo lingüista titulado de profesión escritor. Era un problema de contidos. Quizáis tiña razón o químico Fernández, que sempre dicía que os de letras moita letra pero pouca carne na grella. E sen carne non se moven os carros. Carne ou pescado, que para iso somos europeos, ou se un se apura, mediterráneos.

A Carlos ocorréronselle enxeñosas frases, cousa normal sendo un artista. Pero non era cuestión de chegar e actuar. Nunca fóra un bufón e aínda o podería ser menos naquel día, con cadáveres de cartolina e sangue falsa revoando na cidade triste das rotondas inútiles.

Carlos localizou sen dificultade o piso obxectivo, e aparcou o coche nun estacionamento. Esta vez barato, non se esixía un anaco de lingote de ouro. Saíu, vestido de obscuro e con luvas negras de pel de bazar chino. O negro é unha cor que acompaña nos momentos tristes, nos alegres, nos acompañados e nos momentos nos que o único que nos acompaña é a soidade. É curioso que a cor negra nunca sexa unha cor fea. Carlos así o pensou.

Camiñou de vagar cara o portal e decatouse de que era cedo de máis. Daquela aínda podería aproveitar para pensar máis nas putas palabras. Decidiu visitar unha tenda de animais, desas con paxariños piando e cadeliños fermosos e deprimidos, estancados en furnas dese plástico transparente do que o químico Fernández seguro que o sabía todo. Mercou desa comida de tartarugas que son coma gambas pequerrechiñas con cheiro a mar seco e sucio. Ollou os peixes de cores e reafirmouse na súa crenza de que a cor máis bonita é a negra.

Conforme ía sendo hora, Carlos chegou á conclusión de que non era xa que non atopara palabras, poucas ou moitas, axeitadas ou erradas, gamberras ou ortodoxas, desordenadas, telegráficas, nun idioma ou noutro.

Carlos pensou que o mellor era dicir o máis sinxelo e o máis real: “só te quería ver”.

Pero cando cando hai que empregar moita enerxía en buscar palabras para decir algo, cando centos de quilómetros e ducias de rotondas se deixan a dereita e esquerda soamente para unha mensaxe que consiste nun desexo óptico, ou sexa para ver, é que todo o demáis é nada.

Carlos pensouno outro pouco máis, mirou o reloxo con presa, quitou as luvas, secou a suor que lle escorregaba de repente polo pescozo e respirou forte coma nos cursos de ximnasia televisiva.

E esta vez sí, dimitiu.

viernes, 25 de mayo de 2012

La gente tampoco se extraña demasiado


Enrique camina lentamente, con las manos en los bolsillos, perjudicado por los excesos propios de las fechas. Excesos socialmente aceptables. Pensaba que en pocas horas aquello estaría colapsado por niños con padres y abuelos portando, aún con tiempo seco y soleado, paraguas. Los usarían como herramienta para la recolección de caramelos baratos arrojados por otros niños vestidos absurdamente, guiados por monitores fracasados, motivados en más de un caso por obscuras intenciones.

Enrique se adentra en la estación de tren y atraviesa un inmenso recibidor con suelo de mármol feo y encerado, rodeado de coloreadas plantas tropicales que no llegarán al invierno. La gente camina muy rápido, sin mirarse, sin corazón, sin sangre. Recorre con la mirada las diferentes pantallas para verificar el horario que obviamente ya conoce. Ha estado no muchas veces allí, pero las suficientes como para aceptar que una estación de tren es uno de los pocos lugares donde si se escapa alguna lágrima, la gente tampoco se extraña demasiado.

Detrás va Pedro, con una maleta de ruedas, pequeña y desapercibida. Les acompañan los padres y hermanos de Pedro, junto con el resto de amigos de la pandilla. La madre, en su papel, le recuerda decenas de obviedades en las que probablemente Pedro ni pensará. El padre, dolorosamenre resignado a una evidencia inapelable, le dice lo primero que se le ocurre: que llame al llegar. Las chicas de la pandilla sonríen y sollozan en intervalos de tiempo cortos e intermitentes, recordando paridas varias. Todas menos una, que no se rie nada. Enrique se acerca junto con otros dos machos del grupo y se chocan la mano. Enrique, como el padre de Pedro, está dolido, pero lo negará siempre.

Mientras tanto, el tren llega. Apenas habrá unos minutos para que Pedro se monte y la despedida sea un hecho real. Pedro sube y les mira. Les mira con resignación  indiferente y angustia. Una angustia dramática en el fondo. El tren arranca de nuevo y se produce la estampa bucólica de todos saludando estultamente con la mano hasta que nadie ve nada.

Enrique camina torpemente hacia dentro. El grupo se dispersa a pocos metros. Enrique cree en ese mismo momento, y probablemente todavía hoy, que el lugar más triste del mundo es una estación de tren.

domingo, 20 de mayo de 2012

No puedes porque no quieres


Juanjo se salió de la cama intentando no despertar a María, que se arremolinaba entre las sábanas radiando un zumbido sibilino difícil de traducir en sueño profundo o puro teatro. Tomó la ropa que iba a ponerse y se la llevó al cuatro de baño de la otra esquina del hogar, para poder asearse y perfumarse sin hacer ruido. Decidió no ponerse a hacer café ni enredar en la cocina como de costumbre: era excesivamente temprano. Tomó la extraña llave, que bien podría haber sido diseñada por un artista del último siglo, de salientes doblados, triangulaciones aleatorias, muescas de guerra, y sobre todo, grande y pesada. Cerró la puerta blindada de casa con ella y se fue.

Juanjo tenía un día de esos en los que no has dormido, tienes una ojeras exageradas y carnavalescas, los ojos tienen tendencia al cierre, tu cuerpo hace continuas solicitudes de ingestión de café pero… aunque pudieses y quisieses, no puedes dormir. No puedes porque no quieres.

Juanjo tomó el metro, que a aquella hora iba semidesnatado, y así, físicamente en la reserva pero emocionalmente en la final del la Champions, le daba vueltas en su cabeza a todo lo de las últimas semanas. Pensaba que por fin tenía lo que desde tiempo atrás perseguía, pero ahora uno de verdad. Y no se le iba a escapar. Esta vez no. Juanjo, aunque era absurdo, seguía manteniéndolo en una coraza  tabú con áura de secreto inconfesable, que chirría incluso con aceite llamado tres en uno. Sería un pastel jodido contárselo a María, que en el fondo seguro que algo se olía porque hay muertos que siempre que los intentas esconder debajo de la cama, acaban sacando un pie.

Juanjo a pesar de todo creía que merecía la pena, y cuando algo merece la pena rompes todos tus prospectos y libros de instrucciones y creas unos nuevos ad hoc. Faltaría más.

Juanjo se bajó del metro y se dirigió a la dirección que llevaba anotada en la mano, para no perderse. Más. Entró en la cafetería y allí estaba, con sus gafitas de pasta y su pendiente de coco. Entre dimes y diretes, estuvieron reunidos unas dos horas.

Juanjo se despidió agridulcemente. No sabía hasta cuando pero se olía que para siempre, y tuvo una inmensa sensación de descenso emocial con sabor a sopa de estrellitas. Juanjo había puesto toda la carne en el asador, porque creía que a su edad, no podía darse más tiempo para aquello, y creía firmemente que era un momento de estos de ahora o nunca. Pasó de verlo todo de un brillante arcoiris a otra vez negro o gris mate.

Y ahora quedaba volver a mirar a la cara a María. Y confesárselo de una vez.

Confesarle que llevaba semanas sin dormir, siguiendo una puja por internet de un coche de scalextric, y que había estado a punto de pagar por él 2300 euros pero que al final se había rajado porque el coleccionista se había confundido con el modelo que vendía.

domingo, 13 de mayo de 2012

Sabor indefinido


Elena, profesora asociada en la Facultad de Económicas, era una mujer a punto de colapsar. Un negocio de gestoría-asesoría que ya no tenía a quien asesorar ni nada que gestionar, un hijo universitario que originaba más gastos que un cerdo vietnamita con problemas de artrosis, una hija caradura que había decidido plantarse y ni estudiar ni trabajar ni siquiera ir al casting de Gran Hermano y un marido atontado que se pasaba medio año en una Universidad finlandesa contándole al personal, casi exclusivamente, que el sol es técnicamente verde.

Elena no es que creyese que lo suyo fuese más aseado, bastaba fijarse en el nombre del departamento universitario al que pertenecía (Departamento de Empresa Familar II) y descojonarse. Ella lo hacía a veces. Pero por lo menos los economistas tenían menos fama de pirados que los científicos con ce mayúscula.

A esas horas Elena solía estar o en casa o en la asesoría, no en la Universidad, pero ese día se le había complicado un poco todo y allí permanecía. Para disminuir la fuerza de su inminente colapso se fue, como siempre, al despacho vecino en busca de Marina para compartir un café. Convendría tila. Marina,  profesora titular con salario triple al de ella, era lo que podría considerarse una buena compañera pero no amiga, aunque conocían cosillas la una de la otra que muchos amigos ignoraban. Como el rollete de Elena con Márquez o como que Marina solía ser muy “exigente” con algunos alumnos, sobre todo si eran socorristas y estaban buenos. -El que esté libre de falta que arroje el primer canto rodado- pensaba Elena.

Elena tomó asiento y Marina se fue a extraer, como si fuesen bolas de sorteo de lotería, dos infusiones de máquina. Infusiones de alta temperatura, sabor indefinido y contenido vitamínico residual. Marina se aproximaba a la mesa y una melodía radiofónica que Elena quería pero no era capaz de identificar sonó con volumen ascendente. El vibrador del teléfono hizo que éste, ubicado sobre la mesa, empezase a girar levemente cual peonza, a la vez que la iluminación verde del mismo centelleaba con un compás totalmente ajeno a la melodía. Elena vio de reojo que no aparecía en la pantalla ningún nombre, solamente un número. Marina vertió el contenido de medio vaso de plástico marrón antes de posarlo sobre la mesa y lanzarse sobre la mesa cual Carpanta sobre jamón ibérico. Elena no se percató de nada, bastante tenía con recordar los apuntes on line del banco que había estado escudriñando toda la tarde. Marina no contestó al móvil, puso cara de circunstancia y empezó a ponerse nerviosa, muy nerviosa. Elena permanecía ajena a todo a pesar de estar allí y de haber ido a propósito para relajarse.

Elena llegó a casa y, como era de esperar, no había nadie. Encendió la tele y buscó un canal donde no hablasen carniceros. Apagó la tele. Oyó el zumbido liviano que indicaba que su teléfono móvil tenía un mensaje verde de esos que están muy de moda. Mensajes verdes que la gente que te interesa te contesta lunes, miércoles y viernes con monosílabos y nada el resto de los días. Mientras que la gente que no te interesa nada aprovecha para comentarte que en el bazar chino venden cañas de pescar muy baratas o te desean buenos días, tardes y noches cuando realmente hace meses que no compartes con ellos ni la cola del baño en la playa. A pesar de que estén en tu agenda.

Elena decidió que haría una criba en su agenda. Sí. El mensaje era de su hijo, que decía que se iba a retrasar esa noche. Sin más explicaciones. Elena empezó a hurgar en los botones de su teléfono, en concreto en la agenda, pero de repente, sí podría decirse que estuvo a punto, a puntísimo de entrar en colapso.

Acababa de descubrir quien era el llamante anónimo de Marina.

martes, 8 de mayo de 2012

Páginas naranja que los entendidos llaman salmón


Rosa entra en la cafetería de referencia a donde acude todos los sábados por la mañana. Pide café con leche con sacarina. Para ser exactos se lo servirán con aspartamo pero da igual. Se sienta en la mesa de la esquina, la que más le gusta, la que tiene a mano sin tener que levantarse todos los periódicos disponibles del local. Toma en primer lugar uno de los económicos, de páginas color naranja que los entendidos llaman salmón. Sandra está a punto de llegar.

Sandra llega. Pide un café con leche pero grande, en vaso, junto con un pincho de una tortilla con gigantismo, rellena de jamón york, queso, tomate natural y mayonesa. Como Sandra es obesa rozando la morbidez, cuando ingiera todo esto solicitará a Beatriz, la camarera estándar, un donut de chocolate. El procedimiento habitual.

Rosa y Sandra son amigas con mayúsculas. Los amigos con mayúsculas son los que sin que tú se lo pidas te ayudan a tapar aquello sobre lo que después ellos mismos te abroncan. Con cierta crispación fruto de la confianza que conlleva la amistad de este tipo, que en nada se olvida y se borra. Sóla.

Rosa le habla a Sandra de la crisis económica, de la noticia de la última megafusión bancaria y sus efectos, y del resultado de las elecciones presidenciales en el país vecino y su influencia en el contexto europeo. Rosa, a todo esto, mientras mantiene marcada con la mano la página del diario salmón en que iba leyendo.

Sandra, que acaba de pedir el donut de chocolate, intenta seguir su tema pero le cuesta. No tiene ni puta idea de qué cojones le está hablando Rosa. Cuando Rosa dice exactamente “a ver qué resultado nos da la consolidación fiscal” Sandra definitivamente se cabrea. Sandra le pregunta a Rosa: -mira, el guapito aquel del gimnasio con el que quedaste el viernes de la semana pasada… ¿es economista?. Rosa responde con una afirmación leve, acompañada de la risa quinceañera que las dos bien conocen. La sonrisa de cuando iban a comprar nubes de un duro al quiosco de la madre de Juan para ver a Juan, guapo de cabecera en el colegio.


Rosa ve que Sandra saca una bolsita del bolso, procedente de una herboristería, con un bote de cápsulas dizque de té verde con glucomanano de Konjac.

Rosa abronca con crueldad a Sandra. La crueldad de los mejores amigos. Le explica que no es coherente zamparse lo que se ha zampado y después comprar cáspulas con placebos adelgazantes. Como siga así, engordando y engordando sin orden, acabará como uno de esos casos en que el personal es extraido del domicilio con una grúa profesional.

Sandra, a la que en el fondo le duele en el alma y le parece una verdad como un templo, tarda en contestar. Pero lo hace:

-¿Me hablas a mi de coherencia? Deberías verte ahora mismo, con el periódico económico entre manos, tú que hasta hace nada ni sabías que los periódicos los domingos costaban más. No puedes jugar a ser lo que no eres ni interesarte de repente en lo que nunca te interesó. Hiciste lo mismo con Pablo, convertirte en ingeniera cuando te atascas haciendo cuentas con calculadora.

Rosa cierra el periódico y sus ojos se ponen muy muy colorados sin llevar a producir, más bien a extraer, técnicamente lágrimas. Sandra, en proceso de inicio de digestión de su segundo desayuno, revisa el móvil y ve un pajarito, señal de la red social cometiempo y comecocos de que alguien ha contestado a su última parida.

Pasan no más de tres minutos y de repente empiezan a hablar del regalo de cumpleaños que tienen que comprar. Se quejan de que siempre les toca a ellas. Los demás siempre pasan. 

Ambas sonríen. Sandra más. El del pajarito, era Pablo.  

viernes, 4 de mayo de 2012

Insomnio crudo


Elegir es sinónimo de descartar. Cuando eliges algo, aunque le quieras dar vueltas intentando matizarte a ti mismo lo contrario, estás mandando a la mierda aquello que descartas. Eso a lo que dices no, de esa forma y tamaño, en esas mismas condiciones, esa fiesta con esos conocidos, esa oportunidad hipotética de cambiar de ciudad, esa visita a aquel familiar enfermo, ese café con ese compañero de trabajo que puede resultar interesante, esa escapada relámpago a cien kilómetros y seis euros con setenta de peaje para resguardar los armarios del temporal… si lo descartas, ya no va a ocurrir exactamente igual, por mucho que te empeñes.

La gran mayoría de los nudos estomacales, de las noches de insomnio crudo y en bruto, noches de lagrimeo crónico con caudal amazónico, y una gran porción de los coches de lujo de psicólogos clínicos, tiene su origen en elecciones no ya que hayan resultado erróneas sino elecciones conflictivas por sí mismas el propio día de la contienda electoral.

Nacho no llora porque haya decidido hace tiempo una cosa y días o semanas después se de cuenta de que ha decidido mal. Nacho llora porque está en ese segundo, en ese milisegundo en que la energía está a punto de agotarse y decide.

Nacho acaba de decidir. Y decidirse.