lunes, 12 de marzo de 2012

Higos

Julita enviudó hará unos cinco años y no se va a recuperar nunca. En la setentena, sin hijos, su faz recuerda a una piedra de mármol de las cocinas de antes de antes de la crisis, astillada, como con fugas, con unos coloretes casi redondeados. Puto cáncer. Aunque te cuentan que el cáncer no significa siempre muerte, esas plañideras del optimismo que lo declaran en plan mitin de pueblo nunca convencen a nadie, por bien que te lo plantees y por optimista que te autonombres autocreyéndotelo. Julita enviudó y así se quedó. Con el optimismo, la paciencia y la energía al límite de una suspensión de pagos vital. Abrasada. Abrasada viva.

Julita acude prácticamente a diario a la tienda de la esquina. A una de esas tiendas de ultramarinos de las de antes a donde se podía ir sin tener necesariamente que comprar nada. De las pocas que quedan. Julita se encuentra con alguien. Charlan. Julita sigue. Julita está llorando. Pero no llorando de esto que rompes a llorar porque recuerdas una putada que te hicieron, cuando te echaron. Cuando te echaron de un trabajo o de una vida, cuando te dijeron que no te cogían ni te acogían del vergo acoger. Julita no lloraba de romper a llorar porque de repente te encuentras una foto en una carpeta. No lloraba de esto que lloras cuarenta y cinco segundos, te suenas los mocos, te limpias la cara y la dignidad y sigues a lo tuyo. Julita lloraba dos lágrimas, pongamos tres. Lágrimas que caen despacio, tan despacio que no ves cuando están ahí y cuando no. No las ves porque son lágrimas que viajan por un trayecto que ya es tan oscuro y triste, su cara, que pasan desapercibidas. Incluso ni mojan. Son las peores lágrimas. Las lágrimas que se quedan y que no tienen pensado irse.

Manolita, la tendera, desde detrás del mostrador ve el mundo. Ve a Julita, a la que conoce y de la que lo sabe casi todo. Sale a su encuentro y le dice que tiene una muy buena noticia para ella. Es verano y han llegado los primeros higos del país. Procedentes de las higueras de las orillas del Miño. Con un sabor dulcísimo y recién arrancados del árbol. Manolita sabe que Julita se pirra por ellos. Todos los años le pregunta una y mil veces que a ver cuando empiezan los higos. Pero los del país. Tras el comunicado oficial de la llegada a la tienda de los primeros higos, la cara de Julita cambia de color. Y de repente, Julita como que parece más joven, más alta y con más brillo. Dentro de la tienda, nada más ver los higos, los ojos de Julita dan vueltas sobre sí mismos, destilando una ilusión infantil de gran potencia. Parece como que el negro luto que viste ya no es luto. Manolita le coloca una docena en un recipientillo plástico mientras Julita sonríe. Sonríe. Sí, solamente por los higos. Pero sonríe.

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