lunes, 9 de julio de 2012

En medio de la tristeza de la distancia


Marta tardó en arreglarse muchísimo más de lo habitual. Tenía en mente ir totalmente rompedora pero sin parecer ser una invitada de boda de esas que ahora son los viernes. Se probó varias indumentarias, improvisó diversos peinados, olisqueó varios perfumes, paseó la casa probando a mirarse en diferentes espejos y decidió que ya estaba bien. Se supone que tras varios meses de interrupción voluntario-forzosa de la relación con Marcos, un encuentro con él no podía suponer el volverse pirada de repente antes de empezar.

Pantalón y blusa blanca, un colgante más bien feo regalado pero no por él, un anillo de forma trapezoidal con pendientes de perla de imitación a juego y zapato plano. Como plano era o tenía pensao que fuese a ser su actitud, según ella misma decidió un poco a medias con su amiga la bacaladera, la amiga que aunque no quieras, siempre corta el bacalao. Tu bacalao.

Marta había acordado con Marcos el verse en una cafetería de las nuevas, de techo alto y música alta también los sábados. Fuera obstáculos. Podrían hablar. Hablarían.

Marta estaba en el fondo contenta. Durante las últimas semanas había pensado y repensado qué hacer con su vida, sus cosas y… qué hacer con él, claro. Por sus palabras pensó que Marcos querría que volviesen. Si es que se podía decir que en estas semanas lo habían dejado. Técnicamente sí, pero en las relaciones muelle nunca se sabe. Estás, no estás, estás a medias pero no, a medias pero sí o un poco de todo esto y lo contrario.

Pero Marta cambió de parecer y decidió que nada de tener un perfil plano o hacerse la dura, que eso era sólo para las películas de buenos y malos. Marcos y ella eran una pareja de larga duración sí, por eso es normal tener paréntesis de reflexión debido a inclusiones de otros personajes que se meten, a veces con más profundidad, en medio. No era la primera vez que a alguien le pasaba eso. La solución, nada que no estuviese inventado ya y que no fuese a resultar bien. Marta acudió a la cafetería de techo alto optimista y constructiva, recordando una de esas frases absurdas motivadoras con moralina barata: para ser feliz hay que tener mucha salud y poca memoria. Marta se propuso centrarse en lo de la memoria y tirar hacia delante. Podría decirse que por momentos, lo conseguía.

Justo cuando salió del garaje, oyó el sonido de su teléfono móvil. Sonido que llegado el momento ya no sabía si era una llamada, un mensaje de texto o algún tipo de alarma o aviso.  Marta salió del garaje, acercó el coche a la acera y puso los intermitentes. Chequeó su teléfono móvil. Se puso nerviosa. Sonrió. Levemente palideció. Recordó lo de hace tres semanas. Un día en que en medio de la  tristeza de la distancia y debido a dos cervezas negras, Marta gateó por el filo de una navaja barbera provocando una revolución de mariposas.

Sus ojos sintieron una presión que originó un enrojecimiento del área afectada. El gusanillo que se dice que Marta tenía dominado y amaestrado en algún lugar, empezó a moverse brownianamente. Se echó las manos a la cabeza en sentido literal y figurado, y ésta empezó a dar vueltas. Pensó en llamar en aquel mismo momento a su amiga pero en dos milisegundos canceló la idea: sería contraproducente. Tenía una cita con Marcos de vital importancia, con un objetivo claro. No podía atrancarse ahora que se supone que las cosas iban a ir mejor. O por lo menos las cosas iban a empezar a ir de otra manera.

Marta le quitó el sonido al móvil un poco creyéndose párvulamente que por taparte los ojos el fantasma, dragón o monstruo que te persigue, ya no te ve. Pero al llevar la radio puesta, el ruidillo de la interacción dizque electromagnéticamente ondulatoria de llamadas no contestadas puso todavía más nerviosa a Marta, si es que en aquel instante era posible.

Semáforo rojo. Directamente sin cotejo de ningún tipo apagó el móvil y lo metió en el hueco lateral de la puerta del coche, perdido entre paquetes de pañuelos, lápices de maquillaje de regalo y varios discos compactos que ya no funcionaban bien.

Llegó al extenso aparcamiento del bar de techo alto y pudo ver a través del cristal que Marcos acababa de entrar. Tras aparcar el coche, mal, entró. Marta se dirigió a la mesa donde Marcos se acomodaba. El camarero les preguntó qué querían y sin ni siquiera saludar a Marta, Marcos dijo: -a mi póngame un café, y para ella una cerveza negra-

viernes, 6 de julio de 2012

La marea alta es un rollo


Román se dirige hacia la entrada y toma la cadena de Pluto produciendo un sonido metálico característico. El perro acude con máxima velocidad desde el punto del piso en que se encuentra y comienza a dar saltos. Leves, pero con ese furor perruno de felicidad extrema de la que muchas veces, y en aquel momento más, Román siente envidia.
Se despide de Marina, que se queda recogiendo platos, ropa… Sin saberlo, o quizás sí, Marina se queda recogiendo todo.
Román ata a Pluto y se adentran en el ascensor. Román mira a la esquina donde de pequeños se ponían los niños a modo de posición de seguridad, comprobando cuanto crecían de un año para otro, y donde negociaban qué iba a tocar ese día: castillo de arena, viaje en la barca a pedales, carrera hasta el final de la playa, helado antes o después de la merienda… En ese empache de melancolía Román recordó la máxima preocupación de los niños a la hora de ir a la playa: ¿estará la marea baja o alta? Si estaba alta, las opciones se reducían, lógicamente. -La marea alta es un rollo- decía Estefanía.
Román sale del portal y Pluto levanta una pata como el protocolo perruno declara en su principio cero y vierte una cantidad importante de orina. Tras este paso, Pluto olisquea arrastrando su hocico acera, paredes, farolas, papeleras y árboles. Todo le es conocido pero la intensidad no es menor que en otras ocasiones.
No según el calendario pero para Román es invierno. La calle principal está limpia, sola y silenciosa. Observa los restaurantes que cuando los niños eran pequeños estaban a rebosar, ahora cerrados. Decide irse a la zona de la pequeña capilla, donde hay un quiosco y compra un periódico. Solamente dos ancianos. Román cree que quizás haya más gente en donde las cafeterías. En la zona donde las mesas están prácticamente flotando sobre el agua y con un poco de imaginación te puedes imaginar que estás embarcado. Pero tampoco. Todas cerradas menos una. Solo está abierta la más fea, la que huele a quemado. Ese quemado que por veces hasta se podría decir que es agradable pero no, no lo es.  
Román recuerda las tardes veraniegas de terrazas, gambitas, mejillones, cervezas y sangría. Pluto decide que ha encontrado el lugar exacto para el tema, instintivamente gira sobre sí mismo media docena de veces y comienza a defecar, sin prisa pero sin pausa. Román toma la bolsa de plástico predestinada para ello, recoge sus heces y las vierte en una papelera. Pluto arrastra las patas traseras contra el suelo de manera reiterada y exagerada. Román le mira y le produce lo que en aquel momento más se parece a una sonrisa.
Sangría. Eso es lo que Román ha venido sufriendo en los últimos años.
Ya puestos, Román camina hasta las parte más alejada del centro, donde hay decenas de apartamentos iguales, blancos, con las puertas de alumnio clónicas y sin tiestos con plantas porque ya no merece la pena. Román se da cuenta en ese mismo momento que ante tal cantidad de apartamentos feos y alejados, vacíos, muertos… Román hablará con Marina para convencerla. Convencerla de que hay que decir sí.
Sí a esa oferta de cuatro perras por el apartamento.
Cuatro perras que taponarán la sangría. Taponarán la sangría de momento.