martes, 1 de septiembre de 2015

Todos los perfumes, en un momento dado, hieden.

Son apenas tres palitos y un tarro de cristal que parece plástico, o al revés. Para adecuar su efecto a lo que podría denominarse adecuado, conviene abrirlo no el día que recibes visita, porque atufaría. Es la mayor de las contradicciones, pero así es: todos los perfumes, en un momento dado, hieden.

Como ella tardaría dos días en volver a casa, pensó que era el momento óptimo para abrir ese ambientador de naranja para que, una vez superado en subidón inicial, dejase en toda la casa una atmósfera respirable y no perecedera en un abrir de ventanas. Ojalá el ambientador dure al menos lo que reza en su etiqueta: sesenta días.


Con los ojos cerrados podría calcularse que aquel día era el cincuenta y pico, ella no volvió a casa ni a recoger sus cosas, y los palos se sostenían por los hombros, como tres amigos de borrachera en el último local de la calle, aguardando al día sesenta, previo a su viaje al fondo de una bolsa vertida en un contenedor.

viernes, 25 de octubre de 2013

FIN


Todo lo que tiene un principio tiene un final. Porque nada es eterno. Nada. Salvo la indiferencia, que es duradera. Organizamos las enciclopedias por tomos, las series por capítulos y las libretas por hojas. Arrancamos las hojas, vemos muchas veces los capítulos que nos gustan y las enciclopedias están en general obsoletas, al igual que esos anuncios de éstas que dicen: “actualizada con los nuevos países”.
Actualizarse o morir, pero morir sólo es útil si sirve para nacer de nuevo. Los nuevos países son pobres pero felices. El espíritu de lo nuevo no es algo vacuo sino la fuerza arrolladora y vibrante que acelera y endereza lo que ayer no parecía que hoy fuese a ser.
Esto ha sido todo.
FIN


sábado, 12 de octubre de 2013

La acompañó de verdad


Entramos en el habitáculo con el problema de dónde dejar los abrigos y mochilas como preocupación ridículamente preferente. En los hospitales siempre hace calor. Atropelladamente, percibiendo ser un estorbo desde metros antes de la entrada, galopamos con sordina para visitar las entrañas de unos aparatos propios de la carrera espacial. Sin pena ni gloria, aún sabiendo que uno sabe dónde está y para qué, todo discurría con una monotonía diacrónica.
Pero en una de las salas, ya no sólo había cables obesos, luces de colores y un mandos de grúa gigante. De repente una niebla gris, húmeda, pesada y envolvente hizo que todos nosotros empezásemos a no mirarnos. Todos nos estábamos atragantando. Todos sentimos una punzada asfixiante que nos derrumbó. Todos mirábamos a no se sabe dónde porque al no mirar crees que ya no ves. Pocos minutos. Ni siquiera todos los analgésicos del mundo juntos podrían en aquel momento apaciguar el golpe.
La madre, enrojecida, le desvistió. No la dejaron terminar, una bata blanca la acompañó a la salida, pero no como una azafata de concurso. La acompañó de verdad.

jueves, 19 de septiembre de 2013

Mortadela

-->
Pepa tiene sobrepeso y carnet de puntos del bazar chino. Todos los días emplea unos euros en adquirir objetos que en cuestión de días terminarán en el cubo de la basura. En casa toman refresco de cola de marca blanca y mortadela de ínfima calidad, comprada los sábados en ese hipermercado de cajeras feas y bolsas de plástico a diez céntimos.
Manolo, el marido de Pepa, es un hombre con ademanes de brutez notable y obesidad al límite de la morbidez clínica. Bebe vino de casa que un pijo de nueva ola confundiría con vinagre, pero no de ese marrón y dulzón, dizque italiano.
Pijo de nueva ola podría sí considerarse a Pedro, empresario venido a menos, de los que tomaban gulas en las fiestas navideñas, sin conocer realmente la diferencia entre las buenas y las hechas de picadillo de calamar barato.
Se conocían porque los niños jugaban en el mismo equipo de fútbol. Muchos sábados se veían y hablaban, mezclados con otros padres. Pedro creía que Pepa y Manolo no eran mala gente. Simplemente un poco paletos. Pero sí, buena gente. Pedro, con su acidez cabrona, pensaba a carcajada limpia pero insonorizada en la marca absurdamente falsificada de la camiseta de Manolo. O en las patadas al vocabulario que Pepa emitía en estéreo. Carcajada cabrona.
El sábado que el chaval de Manolo y Pepa celebró el cumpleaños, Pedro se acercó con Marina a media tarde a su casa, no sin antes discutirlo entre ellos. Pedro estaba encendido tras una semana horrible con el banco, con su socio, con sus suegros, con el clásico concejal sobornable,… todo patas arriba. Pedro veía que la gente en la que confiar se reducía. Los pocos que de verdad te ayudaban en la subida eran contables con la mano de un manco.
Dejaron la casa de Pepa y Manolo tardísimo. Pepa y Manolo vivían en un piso de dimensiones reducidas pero que para Pedro resultó el más lujoso de los palacios. Pepa y Manolo pusieron de cenar chorizo y salchichón de oferta. Pero con pan de hogaza. Con cuatro ingredientes, sin ostentaciones descafeinadas, ciñéndose a pocas virguerías en cuanto a todo y con una sencillez infinitamente valiosa, Pepa y Manolo hicieron sentir a Pedro el sentido de la palabra hospitalidad. El sentido de lo que es un hogar. El sentido de la amistad pura, desinteresada, inocente pero no idiota. Pedro sintió en casa de los paletos que el paleto era él. Jactándose de varios coches y casas en los que nunca podría sentirse tan a gusto como en casa de Manolo y Pepa. Comiendo caviar que en el fondo, cuando lo comes casi solo, no sabe a nada.
Hoy, dos semanas después, Pedro acudió al supermercado un tanto tristón, porque las cosas siguen como se suponía que nunca iban a ir. Y en la cola de los fiambres al corte, pensó en la mortadela. La mortadela que en el fondo sabe al mejor jamón.

viernes, 6 de septiembre de 2013

Sin que nadie la viese desde fuera

Marta cerró el ordenador de un portazo, originando un sonido leve de una intensidad atronadora. No hacía falta continuar viendo aquello. Había esperado para no ver lo que allí veía. Si no lo ves  ya no está. Tremenda mentira. Sintió ya no solamente tristeza o desesperación. Más que eso. Marte sintió estupor. Estupor absurdo en el fondo porque no era algo inesperado. Profesó un extraño asombro por lo que ya se temía y conocía. Dio un portazo desde dentro, sin que nadie la viese desde fuera. Portazo en su cara. Portazo fatal. Pensando en que el día siguiente iba a ser el peor día de su vida.
Marta lo asumió toda la noche, que pasó prácticamente en vela. Volteándose, levantándose, bebiendo sorbos de agua y doblando la almohada empapada buscando un par de centímetros cuadrados nuevos que le permitiesen apoyar su cara durante veinte minutos sin que pase nada. Toda la noche previa al peor día de su existencia se la pasó mentalizándose de que después de ese día, vendría el resto de su vida, que no iba a ser mucho mejor. Pensaba en lo visto antes del portazo, cuando aún cabía la posibilidad de no se sabe qué.
El peor día de su vida empezó cuando aún era de noche, y decidió que cuanto antes se pusiese en pie y empezase a prepararse, menos malo iba a ser todo. Marta recorrió todos los kilómetros que aparecen al poner la mesa, recordando todo lo que recuerdas cuando de verdad quieres recordar lo bueno. Aún así el día estaba siendo como Marta se esperaba. Mentalizada para la tormenta. Con botas, chubasquero y gorro de agua. Ajena a los baches, a los coches y a los niños llorones. Marta pensando que mientras hay vida hay esperanza, pero en el fondo… Marta hundida en su propio charco
Y cuando ya no se sabe si esperaba terminar el primer día del resto de los días igual que empezó la noche, todo dio un vuelco. Vuelvo sencillo, racional, inesperablemente esperado y bien recibido, tranquilo, pausado, emocionante, sincero, real, verdadero. El peor día de la vida de Marta se convirtió antes de que el gallo cantase en un día bonito. Sin portazos. Un día en el que la ilusión no es una ilusión.

jueves, 22 de agosto de 2013

Hace dos días, veinte


A finales de agosto la noche es antes porque nunca antes fue de noche como es ahora. El color de la calle es, a últimos de agosto, un residuo de lo que añorarás en noviembre, cuando aún todo puede ser posible. Cuando el fuego es lo único que puede alumbrar una tarde. Si el veintidós de agosto no has terminado con lo que te proponías, es que realmente no te lo habías propuesto en serio.

Si quedó en llamarte a partir de las siete y son las diez y media es que ya no te va a llamar. De hecho nunca se le pasó por la cabeza el hacerlo. Nunca. Si el veintidós de agosto no ha pasado todo lo que tiene que pasar en un verano es que ese verano ya se terminó. Si el veintidós de agosto aún te crees que es San Juan, es que no entiendes nada.

Si es veintidós de agosto es porque ayer fue veintiuno, y hace dos días, veinte. Los números tienen la capacidad de recordarnos que si no te llamó en dos días, son dos días que ya no aparecen en el mapa de tus recuerdos agradables, como todos los días en que sí tenías números de verdad para contar. Si sabes contar.

Agosto es el bullicio del último minuto, la última oportunidad de entrar a donde nunca te dejan, es recoger todos tus trozos en una mano y el pegamento en la otra. En agosto, a finales, quieres echar a correr hacia atrás. Como cuando ante la cita más transcendental de tus años das media vuelta porque no estás seguro de que lo lleves todo contigo.

En agosto es, más que nunca, cuando te das cuenta, de verdad, que lo importante no es todo lo que crees que dejas atrás, sino todo lo que tienes por delante.

viernes, 9 de agosto de 2013

No puedes dejarte llevar


El día que Paloma se fue, arrastró con ella una maletita de esas con ruedas, de las que rascan la acera haciendo un ruido característico. El ruido de los viajes, las estaciones, los trasbordos agotadores que haces al volar en líneas aéreas de bajo coste. 

El día que Paloma se fue, arrastraba su maleta mientras yo me arrastraba por el suelo buscando no caer más bajo. El día que Paloma se fue fui consciente de que todo lo que puedes meter en todas las maletas con ruedas no es nada comparado con lo que esperabas que pudieses meter en ellas.

El día que Paloma se fue el chirrido de la maleta me acompañó toda la noche. Las maletas de ruedas no tienen las ruedas de goma, como las bicicletas. No te puedes subir a ellas ni dar pedal o buscar una cuesta abajo y dejarte llevar. No. No puedes dejarte llevar. Las maletas de ruedas están hechas para hacer ruido, como queriendo que de vez en cuando las cojas en peso para dejar de molestar a los vecinos. 

El día que Paloma se fue aquella maleta era el símbolo de lo que nunca fue: una maleta de verdad. Las maletas de verdad eran de cartón y no tenían ruedas. Las maletas de cartón se llenaban con una vida y ahora las maletas no tienen vida. Porque somos quizás nosotros los que no la tenemos. O la perdemos dentro de muchas maletas. 

El día que Paloma se fue no hizo falta dejar nada fuera. Cupo todo centro. Las maletas de verdad describían la ilusión triste del emigrante cuando se iba y la alegría de cuando venía. El día que Paloma se fue su maleta no decía nada. Su maleta no guardaba silencio porque cantaba. Chillaba. 

El día que Paloma se fue tampoco hizo falta cerrarla con llave porque cerrar con llave una maleta en la que no llevas nada es lo mismo que esperar que alguien haga lo que tú quieres cuando ni siquiera te quiere.