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Pepa tiene sobrepeso y carnet de puntos del bazar chino.
Todos los días emplea unos euros en adquirir objetos que en cuestión de días
terminarán en el cubo de la basura. En casa toman refresco de cola de marca
blanca y mortadela de ínfima calidad, comprada los sábados en ese hipermercado
de cajeras feas y bolsas de plástico a diez céntimos.
Manolo, el marido de Pepa, es un hombre con ademanes de
brutez notable y obesidad al límite de la morbidez clínica. Bebe vino de casa
que un pijo de nueva ola confundiría con vinagre, pero no de ese marrón y
dulzón, dizque italiano.
Pijo de nueva ola podría sí considerarse a Pedro, empresario
venido a menos, de los que tomaban gulas en las fiestas navideñas, sin conocer
realmente la diferencia entre las buenas y las hechas de picadillo de
calamar barato.
Se conocían porque los niños jugaban en el mismo equipo de
fútbol. Muchos sábados se veían y hablaban, mezclados con otros padres. Pedro
creía que Pepa y Manolo no eran mala gente. Simplemente un poco paletos. Pero
sí, buena gente. Pedro, con su acidez cabrona, pensaba a carcajada limpia pero
insonorizada en la marca absurdamente falsificada de la camiseta de Manolo. O
en las patadas al vocabulario que Pepa emitía en estéreo. Carcajada cabrona.
El sábado que el chaval de Manolo y Pepa celebró el
cumpleaños, Pedro se acercó con Marina a media tarde a su casa, no sin antes
discutirlo entre ellos. Pedro estaba encendido tras una semana horrible con el
banco, con su socio, con sus suegros, con el clásico concejal sobornable,… todo
patas arriba. Pedro veía que la gente en la que confiar se reducía. Los pocos
que de verdad te ayudaban en la subida eran contables con la mano de un manco.
Dejaron la casa de Pepa y Manolo tardísimo. Pepa y Manolo
vivían en un piso de dimensiones reducidas pero que para Pedro resultó el más
lujoso de los palacios. Pepa y Manolo pusieron de cenar chorizo y salchichón de
oferta. Pero con pan de hogaza. Con cuatro ingredientes, sin ostentaciones
descafeinadas, ciñéndose a pocas virguerías en cuanto a todo y con una
sencillez infinitamente valiosa, Pepa y Manolo hicieron sentir a Pedro el
sentido de la palabra hospitalidad. El sentido de lo que es un hogar. El
sentido de la amistad pura, desinteresada, inocente pero no idiota. Pedro sintió
en casa de los paletos que el paleto era él. Jactándose de varios coches y
casas en los que nunca podría sentirse tan a gusto como en casa de Manolo y Pepa.
Comiendo caviar que en el fondo, cuando lo comes casi solo, no sabe a nada.
Hoy, dos semanas después, Pedro acudió al supermercado un tanto
tristón, porque las cosas siguen como se suponía que nunca iban a ir. Y en la
cola de los fiambres al corte, pensó en la mortadela. La mortadela que en el
fondo sabe al mejor jamón.