Sara
llegó tarde y se presentó ante la autoridad competente. Ésta estaba informada
de su inminente llegada pero aún así le supuso un quebradero de cabeza su
presencia. Sara probablemente no cumplía el perfil que la legislación
aconsejaba pero era lo que había. La autoridad competente debía tomar lo poco
que tenía y sacarle todo el partido. Esa autoridad, hundida ante los
acontecimientos, entendía que lo que Sara suponía era prácticamente nada. Aún
así la recibió con una sonrisa, diríase que sincera, pero en esencia una
herramienta amortiguadora de un futuro fracaso.
[…]
Dos meses después la autoridad competente dejó de serlo. Un
cese que equivalía a un retroceso en posición personal, social y familiar, y un
descenso en el número de euros en la cuenta-nómina. Un varapalo técnico que la ya
nueva ex autoridad competente sufrió en silencio, con dolor y con varios hilos
descosidos de humillación.
Sara no lo entendió así porque Sara nunca perdió la cabeza
ni la sonrisa que en ella tenía dibujada de manera artesanal. No era tonta, pero
no luchaba por demostrarlo por fascículos o a trozos. Sara había luchado sin
prisa pero sin pausa. Luchando para que, al final de todo, cuando todos se van
y no queda nadie más, la autoridad competente comprenda que, con seguridad, la
única partida perdida es la que no se da.
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