La
axila derecha de Sandro vertía fluido salino en mayor medida que su
correspondiente izquierda, por más que se recortase el bello de la zona cada
cierto tiempo. Dentro del ascensor fue mucho más consciente de ello, porque
frente al espejo no queda más remedio que lo que ante una hembra con pechos
semidescubiertos, independentemente de la forma, tamaño o color: mirar.
Sus
tíos vivían en el séptimo, y eso ayudaba porque eran unos segundos más para
pensar en como llevar a cabo la labor que le fue encomendada. Era un caso
urgente y no había otra opción. En pleno puente de la constitución no habría
forma oficial de conocer, o al menos cotejar, el nombre y apellidos completos
de una persona hasta pasar unos días y remover papeles en esa secta llamada
universidad. Era un caso in extremis. Con lo cual, tenía que colarse en casa de sus tíos, más en
concreto en la habitación de su prima, y echar un vistazo a la orla
universitaria que, según recordaba Sandro, estaba allí suspendida. Su prima,
aparte de cotilla hasta el extremo era extensamente vanidosa, y la foto ocupaba
un lugar preferente, físicamente. Por mensaje de texto en el
móvil había recibido las instrucciones. Tenía la orden de buscar todas las
llamadas Patricia con apellidos característicos. Si fuese posible, con fotografías
de smartphone incluidas. Jodido. Muy jodido. En la orla recordaba que eran
muchísimos, quizás seiscientos, setecientos. Joder.
Era
la hora casi de comer, y Sandro decidió dentro del ascensor sacar el pañuelo de
tela con las iniciales S.T. para secarse la frente, los ojos, el cuello y ya en
un arrebato de higiene peculiar, introdujo el pañuelo por debajo del brazo
derecho frotando rotundamente, empapando el pañuelo en cuestión. En un instante
del frotamiento hasta estuvo a punto de dislocarse la muñeca. El ascensor llegó
al séptimo.
Estaban
sus tíos pero no su prima, como estimó Sandro preventivamente. La excusa de la
visita no fue absurda o infantil. Fue todo esto y aparte muy rara. Quería
regalarle algo a su padre, en concreto ropa interior, y ya que pasaba cerca de
su casa, decidió subir a preguntar en qué tienda compraba la tía la ropa
interior del tío. Sandro hiló el estúpido argumento de una manera que, dadas
las circunstancias, resultó brillante. Su tío continuó dando buena cuenta de los
filetes empanados con arroz blanco mientras su tía le daba una clase magistral
sobre gayumbos con agujero y sin él, de algodón cien por cien o de algodón con
algo de fibra, lo que supone que el lavado y secado sea más eficaz. Sandro ya
no sudaba como un gorrino y eso era de agradecer. Sería fácil, sus tíos estaban
comiendo en la cocina, él se iría al baño y a colarse en la habitación de la
prima.
Sus
tíos continuaban entre ellos con el tema en cuestión aportando matizaciones
como que la ropa cara es mejor incluso hablando de ropa interior, aportando
briconsejos como que con un chorrito de lejía diluída en el proceso lavatorio
se logra extraer la nicotina visible o ya saliéndose del tema, la pérdida de
viejas costumbres como el jabón lagarto, hecho al parecer con grasa animal.
Técnicamente, según mi tío, de las vacas que fallecen y no pueden ser usadas
para salchichas.
Sandro
estaba enfrente de la orla universitaria de su prima buscando patricias. Y
claro, así a botepronto era más difícil de lo que había pensado. Debían ser en total unos ochocientos, según cálculos hechos a lo puto loco multiplicando filas por
columnas. En nada, había localizado cuatro patricias, pero con apellidos
inválidos, como González o García. Luego encontró a otra Vidal Manzanares, otra
Hernández Soro, otra Castilla Sanjuán. Sacó fotos a saco con el móvil. Joder,
cuantas patricias. ¿No hay más nombres disponibles? Patricia Coro de Zaldívar
Juárez-Porcel. Esta tía debía flipar al cubrir los formularios. Patricia
Rodriguez de la Borbolla y Ortiz de Zárate. Esto es abolengo y lo demás
migajas.
Sandro
continuaba en el tema, y de repente vio unos ojos. La foto era minúscula pero
eran verdes, brillantes, inconfundibles. Leyó los apellidos, que conocía con
perfección: Segurado López. Joder, había estudiado con su prima y no lo sabía.
Menos mal. Habría sido peligroso. De repente olvidó su objetivo Patricia de
apellidos rimbombantes y recordó Sevilla y su feria, recordó Amsterdam. Y
aquella playa de Levante. Y aquel verano en Madrid. Y los cafés sin hora y sin
café. La primera cámara digital con fotos solo suyas. Las gafas de sol
graduadas que se perdieron en casa. Sandro tenía de nuevo la axila derecha
en modo surtidor, los ojos rojos, y la batería del móvil emitiendo pitidos a modo de cuartos de
fin de año.
Sandro
se sentó en la cama ensimismado. Tras menos de un minuto se levantó y decidió
hacer una última foto. Vio como quedaba y leyó el nombre, sus apellidos (Segurado López) y su ciudad de
origen (Guadix, Granada). Había quedado bien. El móvil se murió y varias patricias más quedaron pendientes.
Sandro pensó que lo mismo ya daba igual.
Sandro pensó que lo mismo ya daba igual.
No hay comentarios:
Publicar un comentario