lunes, 2 de abril de 2012

In extremis


La axila derecha de Sandro vertía fluido salino en mayor medida que su correspondiente izquierda, por más que se recortase el bello de la zona cada cierto tiempo. Dentro del ascensor fue mucho más consciente de ello, porque frente al espejo no queda más remedio que lo que ante una hembra con pechos semidescubiertos, independentemente de la forma, tamaño o color: mirar.

Sus tíos vivían en el séptimo, y eso ayudaba porque eran unos segundos más para pensar en como llevar a cabo la labor que le fue encomendada. Era un caso urgente y no había otra opción. En pleno puente de la constitución no habría forma oficial de conocer, o al menos cotejar, el nombre y apellidos completos de una persona hasta pasar unos días y remover papeles en esa secta llamada universidad. Era un caso in extremis. Con lo cual, tenía que colarse en casa de sus tíos, más en concreto en la habitación de su prima, y echar un vistazo a la orla universitaria que, según recordaba Sandro, estaba allí suspendida. Su prima, aparte de cotilla hasta el extremo era extensamente vanidosa, y la foto ocupaba un lugar preferente, físicamente. Por mensaje de texto en el móvil había recibido las instrucciones. Tenía la orden de buscar todas las llamadas Patricia con apellidos característicos. Si fuese posible, con fotografías de smartphone incluidas. Jodido. Muy jodido. En la orla recordaba que eran muchísimos, quizás seiscientos, setecientos. Joder.

Era la hora casi de comer, y Sandro decidió dentro del ascensor sacar el pañuelo de tela con las iniciales S.T. para secarse la frente, los ojos, el cuello y ya en un arrebato de higiene peculiar, introdujo el pañuelo por debajo del brazo derecho frotando rotundamente, empapando el pañuelo en cuestión. En un instante del frotamiento hasta estuvo a punto de dislocarse la muñeca. El ascensor llegó al séptimo.
Estaban sus tíos pero no su prima, como estimó Sandro preventivamente. La excusa de la visita no fue absurda o infantil. Fue todo esto y aparte muy rara. Quería regalarle algo a su padre, en concreto ropa interior, y ya que pasaba cerca de su casa, decidió subir a preguntar en qué tienda compraba la tía la ropa interior del tío. Sandro hiló el estúpido argumento de una manera que, dadas las circunstancias, resultó brillante. Su tío continuó dando buena cuenta de los filetes empanados con arroz blanco mientras su tía le daba una clase magistral sobre gayumbos con agujero y sin él, de algodón cien por cien o de algodón con algo de fibra, lo que supone que el lavado y secado sea más eficaz. Sandro ya no sudaba como un gorrino y eso era de agradecer. Sería fácil, sus tíos estaban comiendo en la cocina, él se iría al baño y a colarse en la habitación de la prima.

Sus tíos continuaban entre ellos con el tema en cuestión aportando matizaciones como que la ropa cara es mejor incluso hablando de ropa interior, aportando briconsejos como que con un chorrito de lejía diluída en el proceso lavatorio se logra extraer la nicotina visible o ya saliéndose del tema, la pérdida de viejas costumbres como el jabón lagarto, hecho al parecer con grasa animal. Técnicamente, según mi tío, de las vacas que fallecen y no pueden ser usadas para salchichas.

Sandro estaba enfrente de la orla universitaria de su prima buscando patricias. Y claro, así a botepronto era más difícil de lo que había pensado. Debían ser en total unos ochocientos, según cálculos hechos a lo puto loco multiplicando filas por columnas. En nada, había localizado cuatro patricias, pero con apellidos inválidos, como González o García. Luego encontró a otra Vidal Manzanares, otra Hernández Soro, otra Castilla Sanjuán. Sacó fotos a saco con el móvil. Joder, cuantas patricias. ¿No hay más nombres disponibles? Patricia Coro de Zaldívar Juárez-Porcel. Esta tía debía flipar al cubrir los formularios. Patricia Rodriguez de la Borbolla y Ortiz de Zárate. Esto es abolengo y lo demás migajas.

Sandro continuaba en el tema, y de repente vio unos ojos. La foto era minúscula pero eran verdes, brillantes, inconfundibles. Leyó los apellidos, que conocía con perfección: Segurado López. Joder, había estudiado con su prima y no lo sabía. Menos mal. Habría sido peligroso. De repente olvidó su objetivo Patricia de apellidos rimbombantes y recordó Sevilla y su feria, recordó Amsterdam. Y aquella playa de Levante. Y aquel verano en Madrid. Y los cafés sin hora y sin café. La primera cámara digital con fotos solo suyas. Las gafas de sol graduadas que se perdieron en casa. Sandro tenía de nuevo la axila derecha en modo surtidor, los ojos rojos, y la batería del móvil emitiendo pitidos a modo de cuartos de fin de año.

Sandro se sentó en la cama ensimismado. Tras menos de un minuto se levantó y decidió hacer una última foto. Vio como quedaba y leyó el nombre,  sus apellidos (Segurado López) y su ciudad de origen (Guadix, Granada). Había quedado bien. El móvil se murió y varias patricias más quedaron pendientes.

Sandro pensó que lo mismo ya daba igual.



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