Solo
nos habíamos quedado los pobres y los raros. Todos los demás
llegaban ese día de excursión de Andalucía. Como todas las
vísperas de vacaciones, el timbre sonó antes de tiempo, en concreto
a las doce. Bajé charlando con Pablo Montáinez, raro no pobre con
el que esa semana compartí horas muertas dentro del aula y en el
patio.
Seis
días antes me había despedido de Rafaela de una manera diríase que
romántica, tras haber conseguido haber quedado para ir al cine, eso
sí, como amigos. Le deseé un buen viaje y ella lamentó creo que
sinceramente el que yo no fuese a ir a la excursión.
El
colegio tenía dos salidas, la principal con dos portones de hierro
forjado con unos escudos recargadísimos, y una lateral, en
concordancia con los que por allí entrábamos y salíamos por mor de
la zona de residencia: una puerta de mierda.
Resulta
que ya habían llegado de la excursión la noche anterior. Moncho
Prieto se había dejado caer por allí a comentarnos las jugadas más
destacadas de la excursión. Algún gilipollas que se emborrachó con
un botellín, la cachondilla que se había dado besines con el
macarra de la otra clase, el derrumbe de la apariencia seria y tosca
del profesor de dibujo (resulta que era un tío de puta madre) o lo
guay que son la Giralda, la Alhambra y demás ornamentos de libro.
Aguardé
militarmente hasta casi la una y media a que Rafaela hiciese acto de
presencia, con la esperanza de que viniese a saludarme, o incluso
entregarme el regalito andaluz, muy probablemente un lápiz de estos
largos y flexibles, de los cuales había visto ya varios a lo largo
de la mañana.
No
quería darme por vencido pero aquello no daba más de sí. No había
casi gente allí. Con lo cual decidí abrirme. Miré la salida
principal, y ni rastro. Entré de nuevo para salir por el lugar
habitual: la puerta de mierda. En dos patadas llegaría a casa, y ya
esperaría a que Rafaela me mandase un recado por Sabela, mi vecina
de arriba.
Pero
en esto oí a alguien gritar mi nombre, me di la vuelta y allí
estaba Rafaela con un paquetito envuelto en papel de regalo. Me dijo
que era para mí. Rafaela no estaba sola, venía con Luis
Merillas, del grupo de los ricos listos.
En
aquel momento creo que comprendí de una manera científica a los
chinos y su salsa agridulce. El dulce miel que creaba el
encontrarme allí con Rafaela portando un regalo andaluz para mí
venía en el mismo lote que un cítrico ácido-amargo: Rafaela y Luis
iban cogidos de la mano.
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