miércoles, 11 de abril de 2012

El regalo



Solo nos habíamos quedado los pobres y los raros. Todos los demás llegaban ese día de excursión de Andalucía. Como todas las vísperas de vacaciones, el timbre sonó antes de tiempo, en concreto a las doce. Bajé charlando con Pablo Montáinez, raro no pobre con el que esa semana compartí horas muertas dentro del aula y en el patio.

Seis días antes me había despedido de Rafaela de una manera diríase que romántica, tras haber conseguido haber quedado para ir al cine, eso sí, como amigos. Le deseé un buen viaje y ella lamentó creo que sinceramente el que yo no fuese a ir a la excursión.

El colegio tenía dos salidas, la principal con dos portones de hierro forjado con unos escudos recargadísimos, y una lateral, en concordancia con los que por allí entrábamos y salíamos por mor de la zona de residencia: una puerta de mierda.

Resulta que ya habían llegado de la excursión la noche anterior. Moncho Prieto se había dejado caer por allí a comentarnos las jugadas más destacadas de la excursión. Algún gilipollas que se emborrachó con un botellín, la cachondilla que se había dado besines con el macarra de la otra clase, el derrumbe de la apariencia seria y tosca del profesor de dibujo (resulta que era un tío de puta madre) o lo guay que son la Giralda, la Alhambra y demás ornamentos de libro.

Aguardé militarmente hasta casi la una y media a que Rafaela hiciese acto de presencia, con la esperanza de que viniese a saludarme, o incluso entregarme el regalito andaluz, muy probablemente un lápiz de estos largos y flexibles, de los cuales había visto ya varios a lo largo de la mañana.
No quería darme por vencido pero aquello no daba más de sí. No había casi gente allí. Con lo cual decidí abrirme. Miré la salida principal, y ni rastro. Entré de nuevo para salir por el lugar habitual: la puerta de mierda. En dos patadas llegaría a casa, y ya esperaría a que Rafaela me mandase un recado por Sabela, mi vecina de arriba.

Pero en esto oí a alguien gritar mi nombre, me di la vuelta y allí estaba Rafaela con un paquetito envuelto en papel de regalo. Me dijo que era para mí. Rafaela no estaba sola, venía con Luis Merillas, del grupo de los ricos listos. 

En aquel momento creo que comprendí de una manera científica a los chinos y su salsa agridulce. El dulce miel que creaba el encontrarme allí con Rafaela portando un regalo andaluz para mí venía en el mismo lote que un cítrico ácido-amargo: Rafaela y Luis iban cogidos de la mano.

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