lunes, 9 de abril de 2012

Sota, caballo y rey


Mateo estaba escuchando la tertulia radiofónica mítica por excelencia sobre la felicidad. Cuatro periodistas, la mitad excitados, la otra mitad a punto de fenecer. Parlando, esto es, hablando mucho mucho sin aportar gran cosa. Fenómeno frecuente y aceptado en este gremio. Mateo consiguió introducir el puto coche en aquella liliputiense plaza de párking, situada técnicamente en una construcción metálica elevada sobre el ya existente local, y de la que Mateo ponía en duda su legalidad y seguridad. Pero Mateo era cabezón, había metido allí el coche una vez, conocía al paisano controlador de salidas, y se resistía a ponerle los cuernos a aquel lugar. Cada vez que visitaba aquella ciudad, iba directamente allí.

Mateo había confundido las dieciocho y las ocho, de modo que como eran las cinco, tenía por delante tres horas libres. Para la mayoría de las personas,  disponer de ese tiempo no sería un castigo ya que entre la zona vieja, la zona nueva, los centros comerciales, las librerías y las churrerías, tres horas podrían pasarse volando. Pero Mateo conocía aquella ciudad lo suficiente como para que nada de eso le supusiese un regusto dulce. Aquella ciudad era un lanzallamas para su estabilidad, que él consideraba, mintiendo, a prueba de topos. Y topes.

Mateo era extremadamente predecible y conservador de todo aquello que las buenas costumbres dicen que se supone que hay que conservar. Como aquel que va a por fruta y se lleva manzana, plátano y naranja. Que el frutero se vele de ofertarle mango, papaya o kiwi amarillo: pincharía en hueso. Mateo estaba casado, tenía dos niños, un trabajo estable y bien pagado, unos amigos con los que compartía eventos, una familia política que no le daba mucho la brasa, un coche que salvo en los momentos de aparcar era la pera, y unas aficiones estándar que todo hijo de vecino escribe en cualquier formulario que se precie: la lectura, el cine, los amigos, y ya está. Mateo era un tio de sota, caballo y rey. Y no se le podía quitar de ahí.

Pero esa predicibilidad de la que Mateo hacía orgullo era una señal de la vacuidad total de lo que significaba su vida. Mateo, al salir del párking, tras la jodida tertulia de la felicidad pensó en eso mismo. Tenía tres horas libres, como otras veces había tenido un fin de semana, o un mes entero. Podría incluso tener un año sabático. Si no cambiaba algo, sería el mismo de siempre. Una persona que sin la coraza de papel que él vestía venía a ser un peluche en manos de un perro de presa. Ese perro eran los demás. El peluche, él. Mateo pensó entonces si realmente quería a su mujer. Se supone que sí, claro. Mucho. O quizás no. Quizás cuando conoció nada más casarse a aquella chica en el gimnasio, que pasó de caerle borde, pasó a ser graciosilla y después a ser una tía cojonuda, aparte de estar como un queso… Quizás debió… Sota. Mateo quizás debió aceptar aquel trabajo que suponía tener las tardes libres. Habría podido estar más tiempo en casa y con los niños y todo eso. Pero no cambió. Caballo. Mateo se adaptaba a lo que su mujer y sus amigos decidían hacer. Que vamos a la playa en plan dominguero. Vamos. Que hoy toca ir a ver la última mierda de actuación de no se quién. Vamos. Rey.

Mateo no manchaba pero tampoco limpiaba. La mierda cuando llega a la altura de la boca o la tragas o cierras la boca. Pero si cierras la boca no respiras.

Mateo optó por caminar, pensando en la puta tertulia y la felicidad y toda esa basura que no sé por qué cojones tocan cada dos por tres. El hombre de sota, caballo y rey, que por cierto pocas veces se mosqueaba, lo hizo. Caminaba por la calle Emilia P. Bazán cuando empezó a llover. Gotas pequeñas y frías de las que caen en diagonal y de abajo hacia arriba. Como siempre en aquel puto sitio. Mateo vislumbró el callejoncito que llevaba a la biblioteca universitaria más concurrida. Decidió en dos microsegundos ir por allí. Así lo había hecho durante casi diez años hace ahora casi veinte. En la callejuela aquella seguían, más o menos, media docena de baretos, dos locales de fotocopias y un estanco. Mateo hizo disminuir la velocidad de su paseo. Escudriñó los locales que hacía años eran unos recreativos, con sus futbolines de cinco pesetas por doble partida, su dueño obeso, el tabaco de contrabando escondido en donde se extraían las bolas, la mujer del dueño obeso preparando bocadillos de panceta y queso con contenidos de colesterol y triglicéridos hoy ilegales, bombonas de butano que los estudiantes íban a buscar allí dejando a deber todo o parte, y sobre todo ese ambientillo que hacía de una tarde de invierno el mejor de los planes posibles sin lugar a discusión. Todo ello sin teléfonos móviles, ordenadores portátiles, coches con gigantismo, cruceros de oferta y clubes de golf.  Mateo pensó en la felicidad. Muchas noches de aquellas sí que lo fue.

Mateo continuó andando creyendo que ya no había futbolines, sintiéndose defraudado consigo mismo y con aquella tarde chunga. Pero en el último local de aquella fila, el más cercano ya a la entrada a la biblioteca pudo ver a varios estudiantes condensados en un breve espacio. Había chicas sin necesidad de ninguna ley de igualdad. Todos entorno al futbolín. Con el gozo moderado de verificar que los futbolines no se habían extinguido, Mateo centró su mirada en una hembra transeúnte. Con su carpeta de apuntes, su bolso caro, su melena morena, su maquillaje abundante pero simultáneamente no excesivo y sus pasos marcados por el taconeo sobre las baldosas de aquel lugar, otrora zona cementosa.

Mateo miró el reloj y vio que apenas eran las seis menos cuarto. La hembra transeunte se dirigía muy probablemente a la biblioteca. Mateo, en aquel momento y aquel lugar, después de media hora larga pensando en absurdeces, sin ánimo para hacer tiempo de una manera ya no constructiva o productiva sino aprobable, decidió hacer algo.

La hembra transeúnte entró en la biblioteca. 

Mateo entró detrás.



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