Es domingo por la tarde y el hogar del pensionista está de bote en bote.
Partida de brisca. Dos para dos. Maruja toma el mazo de cartas de su compañera
de enfrente y cuenta los tantos. Un as once, un caballo tres. Visto lo visto, sospecha
que va a perder la partida. Otra vez. Lleva contados unos treinta y pico, y por
el grosor del fajo de cartas que le quedan, no va a llegar a sesenta, el valor que decanta el triunfo.
Nos pasa a todos.
Sabemos que una vez más, todo nuestro esfuerzo no va a obtener un resultado
satisfactorio, por más que nos hayamos mostrado dispuestos, optimistas e
involucrados de principio a fin. Nos pasa a todos que contando las cartas,
podemos poco a poco ir descubriendo que vamos a perder. Lo sabemos, sí,
perfectamente. Aún así recoges las cartas y cuentas los tantos con cierta
agitación. Cuando quedan pocas cartas por contar te encuentras un as, que vale
once, y el recuento de tantos sube como la espuma. En tu interior despierto y
atento recopilas mentalmente las bazas que jugaste con toda la emoción,
aguardando que no viniese a joderte un tres de copas o un mísero triunfo en
forma de dos de bastos. Piensas: -¡qué
bien jugué!-
Maruja llega al final, una sota. Total, cuarenta y siete. Maruja se
amarga un poco. Le da rabia perder frente a Olga y Rita. En general, siendo muy
modesta, cree que ella y Pepita juegan mil veces mejor que ellas. Pero pierden
una vez más.
Nos pasa a todos.
Olga se ríe y la dentadura postiza pintada de rosa se le voltea dentro
de la boca. A Maruja no le hace ni puta gracia que se choteen de ella. Rita
pone paz y propone jugar otra partida.
Nos pasa a todos.
Si pierdes, la propuesta es una nueva partida.
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