Elena,
profesora asociada en la Facultad de Económicas, era una mujer a punto de
colapsar. Un negocio de gestoría-asesoría que ya no tenía a quien asesorar ni
nada que gestionar, un hijo universitario que originaba más gastos que un cerdo
vietnamita con problemas de artrosis, una hija caradura que había decidido
plantarse y ni estudiar ni trabajar ni siquiera ir al casting de Gran Hermano y
un marido atontado que se pasaba medio año en una Universidad finlandesa contándole al
personal, casi exclusivamente, que el sol es técnicamente verde.
Elena
no es que creyese que lo suyo fuese más aseado, bastaba fijarse en el nombre
del departamento universitario al que pertenecía (Departamento de Empresa
Familar II) y descojonarse. Ella lo hacía a veces. Pero por lo menos los
economistas tenían menos fama de pirados que los científicos con ce mayúscula.
A
esas horas Elena solía estar o en casa o en la asesoría, no en la Universidad,
pero ese día se le había complicado un poco todo y allí permanecía. Para
disminuir la fuerza de su inminente colapso se fue, como siempre, al despacho
vecino en busca de Marina para compartir un café. Convendría tila. Marina, profesora titular con salario triple al de
ella, era lo que podría considerarse una buena compañera pero no amiga,
aunque conocían cosillas la una de la otra que muchos amigos ignoraban. Como el
rollete de Elena con Márquez o como que Marina solía ser muy “exigente” con
algunos alumnos, sobre todo si eran socorristas y estaban buenos. -El que esté
libre de falta que arroje el primer canto rodado- pensaba Elena.
Elena tomó asiento y Marina se fue a
extraer, como si fuesen bolas de sorteo de lotería, dos infusiones de máquina. Infusiones
de alta temperatura, sabor indefinido y contenido vitamínico residual. Marina
se aproximaba a la mesa y una melodía radiofónica que Elena quería pero no era
capaz de identificar sonó con volumen ascendente. El vibrador del teléfono hizo
que éste, ubicado sobre la mesa, empezase a girar levemente cual peonza, a la
vez que la iluminación verde del mismo centelleaba con un compás totalmente
ajeno a la melodía. Elena vio de reojo que no aparecía en la pantalla ningún
nombre, solamente un número. Marina vertió el contenido de medio vaso de
plástico marrón antes de posarlo sobre la mesa y lanzarse sobre la mesa cual
Carpanta sobre jamón ibérico. Elena no se percató de nada, bastante tenía con
recordar los apuntes on line del banco que había estado escudriñando toda la
tarde. Marina no contestó al móvil, puso cara de circunstancia y empezó a
ponerse nerviosa, muy nerviosa. Elena permanecía ajena a todo a pesar de estar
allí y de haber ido a propósito para relajarse.
Elena llegó a casa y, como era de
esperar, no había nadie. Encendió la tele y buscó un canal donde no hablasen
carniceros. Apagó la tele. Oyó el zumbido liviano que indicaba que su teléfono
móvil tenía un mensaje verde de esos que están muy de moda. Mensajes verdes que
la gente que te interesa te contesta lunes, miércoles y viernes con
monosílabos y nada el resto de los días. Mientras que la gente que no te
interesa nada aprovecha para comentarte que en el bazar chino venden cañas de
pescar muy baratas o te desean buenos días, tardes y noches cuando realmente
hace meses que no compartes con ellos ni la cola del baño en la playa. A pesar
de que estén en tu agenda.
Elena decidió que haría una criba en su
agenda. Sí. El mensaje era de su hijo, que decía que se iba a retrasar esa
noche. Sin más explicaciones. Elena empezó a hurgar en los botones de su
teléfono, en concreto en la agenda, pero de repente, sí podría decirse que
estuvo a punto, a puntísimo de entrar en colapso.
Acababa de descubrir quien era el
llamante anónimo de Marina.
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