domingo, 13 de mayo de 2012

Sabor indefinido


Elena, profesora asociada en la Facultad de Económicas, era una mujer a punto de colapsar. Un negocio de gestoría-asesoría que ya no tenía a quien asesorar ni nada que gestionar, un hijo universitario que originaba más gastos que un cerdo vietnamita con problemas de artrosis, una hija caradura que había decidido plantarse y ni estudiar ni trabajar ni siquiera ir al casting de Gran Hermano y un marido atontado que se pasaba medio año en una Universidad finlandesa contándole al personal, casi exclusivamente, que el sol es técnicamente verde.

Elena no es que creyese que lo suyo fuese más aseado, bastaba fijarse en el nombre del departamento universitario al que pertenecía (Departamento de Empresa Familar II) y descojonarse. Ella lo hacía a veces. Pero por lo menos los economistas tenían menos fama de pirados que los científicos con ce mayúscula.

A esas horas Elena solía estar o en casa o en la asesoría, no en la Universidad, pero ese día se le había complicado un poco todo y allí permanecía. Para disminuir la fuerza de su inminente colapso se fue, como siempre, al despacho vecino en busca de Marina para compartir un café. Convendría tila. Marina,  profesora titular con salario triple al de ella, era lo que podría considerarse una buena compañera pero no amiga, aunque conocían cosillas la una de la otra que muchos amigos ignoraban. Como el rollete de Elena con Márquez o como que Marina solía ser muy “exigente” con algunos alumnos, sobre todo si eran socorristas y estaban buenos. -El que esté libre de falta que arroje el primer canto rodado- pensaba Elena.

Elena tomó asiento y Marina se fue a extraer, como si fuesen bolas de sorteo de lotería, dos infusiones de máquina. Infusiones de alta temperatura, sabor indefinido y contenido vitamínico residual. Marina se aproximaba a la mesa y una melodía radiofónica que Elena quería pero no era capaz de identificar sonó con volumen ascendente. El vibrador del teléfono hizo que éste, ubicado sobre la mesa, empezase a girar levemente cual peonza, a la vez que la iluminación verde del mismo centelleaba con un compás totalmente ajeno a la melodía. Elena vio de reojo que no aparecía en la pantalla ningún nombre, solamente un número. Marina vertió el contenido de medio vaso de plástico marrón antes de posarlo sobre la mesa y lanzarse sobre la mesa cual Carpanta sobre jamón ibérico. Elena no se percató de nada, bastante tenía con recordar los apuntes on line del banco que había estado escudriñando toda la tarde. Marina no contestó al móvil, puso cara de circunstancia y empezó a ponerse nerviosa, muy nerviosa. Elena permanecía ajena a todo a pesar de estar allí y de haber ido a propósito para relajarse.

Elena llegó a casa y, como era de esperar, no había nadie. Encendió la tele y buscó un canal donde no hablasen carniceros. Apagó la tele. Oyó el zumbido liviano que indicaba que su teléfono móvil tenía un mensaje verde de esos que están muy de moda. Mensajes verdes que la gente que te interesa te contesta lunes, miércoles y viernes con monosílabos y nada el resto de los días. Mientras que la gente que no te interesa nada aprovecha para comentarte que en el bazar chino venden cañas de pescar muy baratas o te desean buenos días, tardes y noches cuando realmente hace meses que no compartes con ellos ni la cola del baño en la playa. A pesar de que estén en tu agenda.

Elena decidió que haría una criba en su agenda. Sí. El mensaje era de su hijo, que decía que se iba a retrasar esa noche. Sin más explicaciones. Elena empezó a hurgar en los botones de su teléfono, en concreto en la agenda, pero de repente, sí podría decirse que estuvo a punto, a puntísimo de entrar en colapso.

Acababa de descubrir quien era el llamante anónimo de Marina.

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