Juanjo
se salió de la cama intentando no despertar a María, que se arremolinaba entre
las sábanas radiando un zumbido sibilino difícil de traducir en sueño profundo
o puro teatro. Tomó la ropa que iba a ponerse y se la llevó al cuatro de baño
de la otra esquina del hogar, para poder asearse y perfumarse sin hacer ruido.
Decidió no ponerse a hacer café ni enredar en la cocina como de costumbre: era
excesivamente temprano. Tomó la extraña llave, que bien podría haber sido
diseñada por un artista del último siglo, de salientes doblados,
triangulaciones aleatorias, muescas de guerra, y sobre todo, grande y pesada.
Cerró la puerta blindada de casa con ella y se fue.
Juanjo
tenía un día de esos en los que no has dormido, tienes una ojeras exageradas y
carnavalescas, los ojos tienen tendencia al cierre, tu cuerpo hace continuas
solicitudes de ingestión de café pero… aunque pudieses y quisieses, no puedes
dormir. No puedes porque no quieres.
Juanjo
tomó el metro, que a aquella hora iba semidesnatado, y así, físicamente en la
reserva pero emocionalmente en la final del la Champions, le daba vueltas en su
cabeza a todo lo de las últimas semanas. Pensaba que por fin tenía lo que desde
tiempo atrás perseguía, pero ahora uno de verdad. Y no se le iba a escapar.
Esta vez no. Juanjo, aunque era absurdo, seguía manteniéndolo en una coraza tabú con áura de secreto inconfesable, que chirría incluso con aceite
llamado tres en uno. Sería un pastel jodido contárselo a María, que en el fondo
seguro que algo se olía porque hay muertos que siempre que los intentas
esconder debajo de la cama, acaban sacando un pie.
Juanjo
a pesar de todo creía que merecía la pena, y cuando algo merece la pena rompes
todos tus prospectos y libros de instrucciones y creas unos nuevos ad hoc.
Faltaría más.
Juanjo
se bajó del metro y se dirigió a la dirección que llevaba anotada en la mano,
para no perderse. Más. Entró en la cafetería y allí estaba, con sus gafitas de
pasta y su pendiente de coco. Entre dimes y diretes, estuvieron reunidos unas
dos horas.
Juanjo
se despidió agridulcemente. No sabía hasta cuando pero se olía que para
siempre, y tuvo una inmensa sensación de descenso emocial con sabor a sopa de
estrellitas. Juanjo había puesto toda la carne en el asador, porque creía que a
su edad, no podía darse más tiempo para aquello, y creía firmemente que era un
momento de estos de ahora o nunca. Pasó de verlo todo de un brillante arcoiris
a otra vez negro o gris mate.
Y
ahora quedaba volver a mirar a la cara a María. Y confesárselo de una vez.
Confesarle
que llevaba semanas sin dormir, siguiendo una puja por internet de un coche de
scalextric, y que había estado a punto de pagar por él 2300 euros pero que al
final se había rajado porque el coleccionista se había confundido con el modelo
que vendía.
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