Enrique
camina lentamente, con las manos en los bolsillos, perjudicado por los excesos
propios de las fechas. Excesos socialmente aceptables. Pensaba que en pocas
horas aquello estaría colapsado por niños con padres y abuelos portando, aún
con tiempo seco y soleado, paraguas. Los usarían como herramienta para la
recolección de caramelos baratos arrojados por otros niños vestidos
absurdamente, guiados por monitores fracasados, motivados en más de un caso por
obscuras intenciones.
Enrique
se adentra en la estación de tren y atraviesa un inmenso recibidor con suelo de
mármol feo y encerado, rodeado de coloreadas plantas tropicales que no llegarán
al invierno. La gente camina muy rápido, sin mirarse, sin corazón, sin sangre. Recorre
con la mirada las diferentes pantallas para verificar el horario que obviamente
ya conoce. Ha estado no muchas veces allí, pero las suficientes como para
aceptar que una estación de tren es uno de los pocos lugares donde si se escapa
alguna lágrima, la gente tampoco se extraña demasiado.
Detrás
va Pedro, con una maleta de ruedas, pequeña y desapercibida. Les acompañan los
padres y hermanos de Pedro, junto con el resto de amigos de la pandilla. La
madre, en su papel, le recuerda decenas de obviedades en las que probablemente
Pedro ni pensará. El padre, dolorosamenre resignado a una evidencia inapelable,
le dice lo primero que se le ocurre: que llame al llegar. Las chicas de la
pandilla sonríen y sollozan en intervalos de tiempo cortos e intermitentes, recordando
paridas varias. Todas menos una, que no se rie nada. Enrique se acerca junto
con otros dos machos del grupo y se chocan la mano. Enrique, como el padre de
Pedro, está dolido, pero lo negará siempre.
Mientras
tanto, el tren llega. Apenas habrá unos minutos para que Pedro se monte y la
despedida sea un hecho real. Pedro sube y les mira. Les mira con
resignación indiferente y angustia. Una
angustia dramática en el fondo. El tren arranca de nuevo y se produce la
estampa bucólica de todos saludando estultamente con la mano hasta que nadie ve
nada.
Enrique
camina torpemente hacia dentro. El grupo se dispersa a pocos metros. Enrique
cree en ese mismo momento, y probablemente todavía hoy, que el lugar más triste
del mundo es una estación de tren.
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