viernes, 25 de mayo de 2012

La gente tampoco se extraña demasiado


Enrique camina lentamente, con las manos en los bolsillos, perjudicado por los excesos propios de las fechas. Excesos socialmente aceptables. Pensaba que en pocas horas aquello estaría colapsado por niños con padres y abuelos portando, aún con tiempo seco y soleado, paraguas. Los usarían como herramienta para la recolección de caramelos baratos arrojados por otros niños vestidos absurdamente, guiados por monitores fracasados, motivados en más de un caso por obscuras intenciones.

Enrique se adentra en la estación de tren y atraviesa un inmenso recibidor con suelo de mármol feo y encerado, rodeado de coloreadas plantas tropicales que no llegarán al invierno. La gente camina muy rápido, sin mirarse, sin corazón, sin sangre. Recorre con la mirada las diferentes pantallas para verificar el horario que obviamente ya conoce. Ha estado no muchas veces allí, pero las suficientes como para aceptar que una estación de tren es uno de los pocos lugares donde si se escapa alguna lágrima, la gente tampoco se extraña demasiado.

Detrás va Pedro, con una maleta de ruedas, pequeña y desapercibida. Les acompañan los padres y hermanos de Pedro, junto con el resto de amigos de la pandilla. La madre, en su papel, le recuerda decenas de obviedades en las que probablemente Pedro ni pensará. El padre, dolorosamenre resignado a una evidencia inapelable, le dice lo primero que se le ocurre: que llame al llegar. Las chicas de la pandilla sonríen y sollozan en intervalos de tiempo cortos e intermitentes, recordando paridas varias. Todas menos una, que no se rie nada. Enrique se acerca junto con otros dos machos del grupo y se chocan la mano. Enrique, como el padre de Pedro, está dolido, pero lo negará siempre.

Mientras tanto, el tren llega. Apenas habrá unos minutos para que Pedro se monte y la despedida sea un hecho real. Pedro sube y les mira. Les mira con resignación  indiferente y angustia. Una angustia dramática en el fondo. El tren arranca de nuevo y se produce la estampa bucólica de todos saludando estultamente con la mano hasta que nadie ve nada.

Enrique camina torpemente hacia dentro. El grupo se dispersa a pocos metros. Enrique cree en ese mismo momento, y probablemente todavía hoy, que el lugar más triste del mundo es una estación de tren.

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