lunes, 29 de julio de 2013

Sólo lo tienes bajo control cuando lo tienes retenido en la mano


Juancho sabía perfectamente que de un momento a otro iban a hacerle una proposición extraordinariamente importante. De inmediato tendría sobre la mesa, revolcándose con éxito y resplandor, esa propuesta que iba a originar desencajamientos geológicos. Pero Juancho, pobre Juancho, sabía muy bien pedalear sobre lodo. Lo estelar de la oferta, inminente, era a su vez tan luminosa que, como todo éxito que embriaga, puede cegar. No cegaría en todo caso a Juancho, que tenía las pupilas de cartón.

De cartón feo, del marrón, no de ese cartón rojo aterciopelado de las tiendas de ropa inalcanzable. De cartón de caja de cartón. De esa clase de cartón sobre el que meditas tres segundos el mantenerlo por si acaso pero que termina de modo fugaz en el contenedor de basura, con los plásticos ruidosos. Esos plásticos y cartones que envuelven algo especial y tienen su protagonismo solamente hasta el instante antes de abrirlo, mientras todo está aún por ver y por conocer. Pero cuando algo lo destripas, con fruición primero y con resignación de Job después, éstos pasan de ser algo a ser nada.

Ese plástico que sólo lo tienes bajo control cuando lo tienes retenido en la mano.

Efectivamente allí estaba ya, vestida de negro, la oferta para Juancho. Todo según lo esperado. Tiempo, lugar y música de fondo. Tiempo, tarde. Lugar, cerca. Música de fondo, ninguna.

Juancho se levantó arrastrando la silla contra el suelo sujetándose a sí mismo con la serenidad que nunca se tiene cuando hace falta y pensó varias cosas, enfrentándose a sí mismo como siempre y como nunca. Caminó mirando hacia abajo cuando de repente vio una sombra. Juancho perseguido por sí mismo. Juancho pedaleando dando vueltas sobre sí mismo.

Cerrando los ojos, Juancho dio pedal como nunca, y alcanzó velocidades jamás registradas. Sintió el viento agarrotándole los músculos faciales como nunca antes había visto. 

Por fin, esta vez sí, pedaleaba sobre tierra firme.

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