martes, 23 de julio de 2013

Tertulianos


Con los amigos pasa como con los tertulianos de la radio y la tele. Antes de plantearle un tema sabes de antemano qué te van a decir, cómo, por qué y para qué. Si a fulanito le cuentas que estás pasando un mal momento económico y fulanito es rico, todo lo que te diga no va a servirte de nada. Si a menganita le explicas que estás a punto de mandar a tu pareja a hacer gárgaras definitivamente, menganita te dirá que hagas un último intento porque menganita es romántica, idealista a la par que estúpida y masoca.

A la mayoría de tus amigos les conoces porque los has parido un poco. Porque saben que sabes que saben cual es tu pie amorfo y han visto tus pasos desde el palco del Bernabeu. A veces lo mejor es remarcar aquello que sabes que les va a chirriar más, como ejercicio de dialéctica de recreo de bocadillo de chorizo y nocilla de fresa. Justo por eso las explicaciones que les das cuando te preguntan el clásico “qué tal” se modulan en función no ya de su posesión o no de cerebro, que se da por sentado que si son amigos tuyos al menos disponen del mismo, por más que lo usen menos que tú, sino que planteas los temas ponderando más lo que ellos menos valoran. Es así como las conversaciones tienen enjundia, son entretenidas y no aburren desde el prólogo. Si no metes el dedo en el ojo del otro, hablar no sirve de nada.

Mario conducía el monovolumen con una música de fondo totalmente olvidable por mala y por estar totalmente fuera de contexto. Los demás levitando entre los asientos de cuero pegajoso y repulsivamente oloroso. La abulia dominaba aquella bola de aire que les encerraba durante el trayecto. Mario pensaba en todo y nada, con trozos en los que quería decir algo pero ese sentido común reflotaba y le decía que mejor no decir nada más, con otros trozos de tiempo donde hablaba pero en silencio.  El ritmo percutor de la vida en aquel momento era así. Una motosierra de juguete.

Mario, que había recorrido el trayecto en decenas de millardos de ocasiones miró muy arriba en la montaña rocosa que se veía abriendo bien los ojos y leyó unas letras grabadas en piedra que decían: díselo.

Se quedó pensativo un par de segundos y pensó prácticamente en voz alta algo así como que si no echas sal en la herida no es una charla, es un masaje.

La tranquilidad del viaje y la tranquilidad en general acaba de fenecer.

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