Con
los amigos pasa como con los tertulianos de la radio y la tele. Antes de
plantearle un tema sabes de antemano qué te van a decir, cómo, por qué y para
qué. Si a fulanito le cuentas que estás pasando un mal momento económico y
fulanito es rico, todo lo que te diga no va a servirte de nada. Si a menganita
le explicas que estás a punto de mandar a tu pareja a hacer gárgaras
definitivamente, menganita te dirá que hagas un último intento porque menganita
es romántica, idealista a la par que estúpida y masoca.
A la
mayoría de tus amigos les conoces porque los has parido un poco. Porque saben
que sabes que saben cual es tu pie amorfo y han visto tus pasos desde el palco
del Bernabeu. A veces lo mejor es remarcar aquello que sabes que les va a
chirriar más, como ejercicio de dialéctica de recreo de bocadillo de chorizo y
nocilla de fresa. Justo por eso las explicaciones que les das cuando te
preguntan el clásico “qué tal” se modulan en función no ya de su posesión o no
de cerebro, que se da por sentado que si son amigos tuyos al menos disponen del
mismo, por más que lo usen menos que tú, sino que planteas los temas ponderando
más lo que ellos menos valoran. Es así como las conversaciones tienen enjundia,
son entretenidas y no aburren desde el prólogo. Si no metes el dedo en el ojo
del otro, hablar no sirve de nada.
Mario
conducía el monovolumen con una música de fondo totalmente olvidable por mala y
por estar totalmente fuera de contexto. Los demás levitando entre los asientos
de cuero pegajoso y repulsivamente oloroso. La abulia dominaba aquella bola de
aire que les encerraba durante el trayecto. Mario pensaba en todo y nada, con
trozos en los que quería decir algo pero ese sentido común reflotaba y le decía
que mejor no decir nada más, con otros trozos de tiempo donde hablaba pero en
silencio. El ritmo percutor de la vida
en aquel momento era así. Una motosierra de juguete.
Mario,
que había recorrido el trayecto en decenas de millardos de ocasiones miró muy
arriba en la montaña rocosa que se veía abriendo bien los ojos y leyó unas
letras grabadas en piedra que decían: díselo.
Se
quedó pensativo un par de segundos y pensó prácticamente en voz alta algo así
como que si no echas sal en la herida no es una charla, es un masaje.
La
tranquilidad del viaje y la tranquilidad en general acaba de fenecer.
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