El día que Paloma se fue, arrastró con ella una maletita de esas
con ruedas, de las que rascan la acera haciendo un ruido característico. El
ruido de los viajes, las estaciones, los trasbordos agotadores que haces al
volar en líneas aéreas de bajo coste.
El día que Paloma se fue, arrastraba su
maleta mientras yo me arrastraba por el suelo buscando no caer más bajo. El día
que Paloma se fue fui consciente de que todo lo que puedes meter en todas las
maletas con ruedas no es nada comparado con lo que esperabas que pudieses meter
en ellas.
El día que Paloma se fue el chirrido de la maleta me acompañó toda la
noche. Las maletas de ruedas no tienen las ruedas de goma, como las bicicletas.
No te puedes subir a ellas ni dar pedal o buscar una cuesta abajo y dejarte
llevar. No. No puedes dejarte llevar. Las maletas de ruedas están hechas para
hacer ruido, como queriendo que de vez en cuando las cojas en peso para dejar
de molestar a los vecinos.
El día que Paloma se fue aquella maleta era el
símbolo de lo que nunca fue: una maleta de verdad. Las maletas de verdad eran
de cartón y no tenían ruedas. Las maletas de cartón se llenaban con una vida y
ahora las maletas no tienen vida. Porque somos quizás nosotros los que no la
tenemos. O la perdemos dentro de muchas maletas.
El día que Paloma se fue no
hizo falta dejar nada fuera. Cupo todo centro. Las maletas de verdad describían
la ilusión triste del emigrante cuando se iba y la alegría de cuando venía. El
día que Paloma se fue su maleta no decía nada. Su maleta no guardaba silencio
porque cantaba. Chillaba.
El día que Paloma se fue tampoco hizo falta cerrarla
con llave porque cerrar con llave una maleta en la que no llevas nada es lo
mismo que esperar que alguien haga lo que tú quieres cuando ni siquiera te
quiere.
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