Mario
recolocó el ambientador con fragancia extrema de pino silvestre en la especie
de colmena de donde sale el aire frío en verano y caliente en invierno. Accionó
el pulsador de búsqueda automática de emisoras con la idea de poner como fondo
algo que rompiese el silencio. El silencio es una mierda.
Silencio
como el que hubo por la tarde entre Mario y Andrea, en la playa. Silencio que
suele haber a veces y que dura mucho, poco o nada. Silencio ruidoso de palabras
que no suenan nada más que cuando no se dice nada.
Mario
se acordó entonces de ellos. No les conocía nada más que de oídas. Andrea
hablaba de ellos casi siempre muy mal, parangonándolos con él. Andrea relataba
en versículos tal o cual defecto, con aire rebelde, ánimo de lucro emocional y
muy mala saña. Mario salía a colación como la antítesis de cada uno de ellos.
Aunque siempre sonase a que Andrea, haciendo eso, estaba perdonándole la vida a
Mario. Él, sin ningún otro criterio que el amor del primerizo, novato, inexperto
y, por ende, estúpido, no era capaz de darse cuenta de la realidad de Andrea.
Ellos
eran malos. Ellos eran los malos. Mario era, además del definitivo, el bueno.
Entonces
Mario sintió por primera vez simpatía por ellos. Sintió la solidaridad entre
camaradas con un problema tácito común. Mario querría encontrarse con ellos y
comentar las jugadas. Comentar todo aquello que Mario recopiló mentalmente
oliendo a pino y escuchando una canción de Maná, que mira tú que son
empalagosos.
Empalagosos
como Andrea.
Eso
pensó Mario riéndose. Mario, que a partir de aquella tarde empezó a
mentalizarse de que lo mejor era pasar a formar parte de ellos. De los malos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario