domingo, 16 de diciembre de 2012

Becaria cachondona


El ritual se repetía todos los lunes. Paco entraba al estudio donde ya llevaban casi media hora de directo. La presentadora padecía cierto atoramiento debido a la necesidad de implementar todas las secciones previstas, con llamadas en directo y varias entradas publicitarias. Si se despistaban un poco, el tiempo se echaba encima y Paco poco podría intervenir.

No le pagaban mucho, pero desde el último hostiazo electoral bueno era el estar presente al menos un día a la semana en la radio para que el personal no se olvidase de ti. Una vez por semana comentaba las chorradas que la gilipollas de la presentadora se empeñaba en decidir que era lo que había que comentar.

Ese lunes Paco entró, haciendo ruido como siempre, y se sentó en su butaca habitual, al lado de la presentadora y de una becaria menos atorada que su jefa y más preocupada de las paridas que tenía que ir proporcionando al programa, provenientes de las denominadas redes sociales, mariconada que Paco no dominaba mucho ni tenía la menor intención de hacerlo.

Paco se puso los cascos y en pocos segundos comenzó a hablar un oyente. La presentadora le apremió para que relatase el rollo que iba a contar, relacionado con algo así como la noticia del día que querría compartir con los demás, la noticia personal que para el oyente era realmente el titular del día. La presentadora le dijo amablemente que apenas tenían tiempo, más que probablemente pensando para sus adentros: “diga ya su estupidez que tenemos que continuar diciendo y comentando las nuestras”

Pero entonces el oyente, un hombre que dijo ser ingeniero de una empresa hidroeléctrica, empezó a hablar con un tono de voz muy bajito. El silencio se hizo en el estudio, la presentadora decidió fornicarse los compromisos publicitarios y de tasación del tiempo, la becaria cachondona dejó su tableta y su monitor y empezó a sacarse y ponerse su anillo gigante con forma de pez espada de colorines, nerviosa. Paco se aflojó la corbata y soltó el bolígrafo que le ponían allí para anotar cosas. Bebió un poco de agua fría, directamente de la botella.

El oyente hablaba al borde del llanto, y los tres presentes se quedaron quietos como estatuas callejeras de ciudad turística cutre. El ingeniero hablaba a trozos. Repetía algunos grupos de palabras con tristeza de esa que evoluciona en forma de nudo o bola dura que se amontona a la altura de la garganta. Paco, el bruto, se echó una mano a la cabeza. La del anillo no estaba técnicamente llorando pero se podía notar el cambio facial extremo. La presentadora, que había ciscado todos los cronómetros, continuaba escuchando al ingeniero con esa atención que sólo crea lo que realmente merece la pena.

El ingeniero contó que de camino a casa en una rotonda cercana a su domicilio, paralela a un puente sobre el río que recorre y separa en dos la ciudad, vio como una persona intentaba subirse a la barandilla con la intención de tirarse al vacío. El ingeniero, preso en el atasco de tráfico de última hora de la tarde, iba sólo, veía como la mujer estaba a punto de alcanzar ese punto dónde solamente tres segundos más y todo está perdido. El ingeniero contaba como la mujer hacía aspavientos arriba y abajo, adelante y atrás. Desde su coche de cuatro millones de antes, observaba como la mujer de vez en cuando echaba la vista atrás como pidiendo a gritos que alguien al menos se parase y la parase.

El ingeniero contó cómo finalmente un ciclista de esos cuya apariencia estética nos haría en una calle oscura echar la mano a la cartera, o yendo en el coche de cuatro kilos, bajar los seguros, desvió la trayectoria de su bicicleta al ver a la señora y se acercó a ella. La mujer se echó atrás y el joven sucio de cabello pero brillante de humanidad, corazón y cojones… la abrazó.

Los tres espantapájaros del estudio se volvieron técnicamente mudos. La dicharachera, risueña, borde y otrora atorada presentadora también.

El ingeniero, creo que llorando, terminaba: es que joder, si no es por el ciclista de las rastas…

Repetía: no paraba nadie, joder, no paraba nadie.


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