Entramos en el habitáculo con el problema
de dónde dejar los abrigos y mochilas como preocupación ridículamente
preferente. En los hospitales siempre hace calor. Atropelladamente, percibiendo
ser un estorbo desde metros antes de la entrada, galopamos con sordina para
visitar las entrañas de unos aparatos propios de la carrera espacial. Sin pena
ni gloria, aún sabiendo que uno sabe dónde está y para qué, todo discurría con
una monotonía diacrónica.
Pero en una de las salas, ya no sólo
había cables obesos, luces de colores y un mandos de grúa gigante. De repente
una niebla gris, húmeda, pesada y envolvente hizo que todos nosotros
empezásemos a no mirarnos. Todos nos estábamos atragantando. Todos sentimos una
punzada asfixiante que nos derrumbó. Todos mirábamos a no se sabe dónde porque
al no mirar crees que ya no ves. Pocos minutos. Ni siquiera todos los
analgésicos del mundo juntos podrían en aquel momento apaciguar el golpe.
La madre, enrojecida, le desvistió. No la
dejaron terminar, una bata blanca la acompañó a la salida, pero no como una
azafata de concurso. La acompañó de verdad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario