viernes, 6 de julio de 2012

La marea alta es un rollo


Román se dirige hacia la entrada y toma la cadena de Pluto produciendo un sonido metálico característico. El perro acude con máxima velocidad desde el punto del piso en que se encuentra y comienza a dar saltos. Leves, pero con ese furor perruno de felicidad extrema de la que muchas veces, y en aquel momento más, Román siente envidia.
Se despide de Marina, que se queda recogiendo platos, ropa… Sin saberlo, o quizás sí, Marina se queda recogiendo todo.
Román ata a Pluto y se adentran en el ascensor. Román mira a la esquina donde de pequeños se ponían los niños a modo de posición de seguridad, comprobando cuanto crecían de un año para otro, y donde negociaban qué iba a tocar ese día: castillo de arena, viaje en la barca a pedales, carrera hasta el final de la playa, helado antes o después de la merienda… En ese empache de melancolía Román recordó la máxima preocupación de los niños a la hora de ir a la playa: ¿estará la marea baja o alta? Si estaba alta, las opciones se reducían, lógicamente. -La marea alta es un rollo- decía Estefanía.
Román sale del portal y Pluto levanta una pata como el protocolo perruno declara en su principio cero y vierte una cantidad importante de orina. Tras este paso, Pluto olisquea arrastrando su hocico acera, paredes, farolas, papeleras y árboles. Todo le es conocido pero la intensidad no es menor que en otras ocasiones.
No según el calendario pero para Román es invierno. La calle principal está limpia, sola y silenciosa. Observa los restaurantes que cuando los niños eran pequeños estaban a rebosar, ahora cerrados. Decide irse a la zona de la pequeña capilla, donde hay un quiosco y compra un periódico. Solamente dos ancianos. Román cree que quizás haya más gente en donde las cafeterías. En la zona donde las mesas están prácticamente flotando sobre el agua y con un poco de imaginación te puedes imaginar que estás embarcado. Pero tampoco. Todas cerradas menos una. Solo está abierta la más fea, la que huele a quemado. Ese quemado que por veces hasta se podría decir que es agradable pero no, no lo es.  
Román recuerda las tardes veraniegas de terrazas, gambitas, mejillones, cervezas y sangría. Pluto decide que ha encontrado el lugar exacto para el tema, instintivamente gira sobre sí mismo media docena de veces y comienza a defecar, sin prisa pero sin pausa. Román toma la bolsa de plástico predestinada para ello, recoge sus heces y las vierte en una papelera. Pluto arrastra las patas traseras contra el suelo de manera reiterada y exagerada. Román le mira y le produce lo que en aquel momento más se parece a una sonrisa.
Sangría. Eso es lo que Román ha venido sufriendo en los últimos años.
Ya puestos, Román camina hasta las parte más alejada del centro, donde hay decenas de apartamentos iguales, blancos, con las puertas de alumnio clónicas y sin tiestos con plantas porque ya no merece la pena. Román se da cuenta en ese mismo momento que ante tal cantidad de apartamentos feos y alejados, vacíos, muertos… Román hablará con Marina para convencerla. Convencerla de que hay que decir sí.
Sí a esa oferta de cuatro perras por el apartamento.
Cuatro perras que taponarán la sangría. Taponarán la sangría de momento.


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