Román se dirige hacia la
entrada y toma la cadena de Pluto produciendo un sonido metálico
característico. El perro acude con máxima velocidad desde el punto del piso en
que se encuentra y comienza a dar saltos. Leves, pero con ese furor perruno de felicidad
extrema de la que muchas veces, y en aquel momento más, Román siente envidia.
Se despide de Marina, que se
queda recogiendo platos, ropa… Sin saberlo, o quizás sí, Marina se queda recogiendo
todo.
Román ata a Pluto y se
adentran en el ascensor. Román mira a la esquina donde de pequeños se ponían
los niños a modo de posición de seguridad, comprobando cuanto crecían de un año
para otro, y donde negociaban qué iba a tocar ese día: castillo de arena, viaje
en la barca a pedales, carrera hasta el final de la playa, helado antes o después
de la merienda… En ese empache de melancolía Román recordó la máxima preocupación
de los niños a la hora de ir a la playa: ¿estará la marea baja o alta? Si
estaba alta, las opciones se reducían, lógicamente. -La marea alta es un rollo-
decía Estefanía.
Román sale del portal y Pluto
levanta una pata como el protocolo perruno declara en su principio cero y
vierte una cantidad importante de orina. Tras este paso, Pluto olisquea
arrastrando su hocico acera, paredes, farolas, papeleras y árboles. Todo le es
conocido pero la intensidad no es menor que en otras ocasiones.
No según el calendario pero
para Román es invierno. La calle principal está limpia, sola y silenciosa.
Observa los restaurantes que cuando los niños eran pequeños estaban a rebosar,
ahora cerrados. Decide irse a la zona de la pequeña capilla, donde hay un
quiosco y compra un periódico. Solamente dos ancianos. Román cree que quizás
haya más gente en donde las cafeterías. En la zona donde las mesas están
prácticamente flotando sobre el agua y con un poco de imaginación te puedes
imaginar que estás embarcado. Pero tampoco. Todas cerradas menos una. Solo está
abierta la más fea, la que huele a quemado. Ese quemado que por veces hasta se
podría decir que es agradable pero no, no lo es.
Román recuerda las tardes
veraniegas de terrazas, gambitas, mejillones, cervezas y sangría. Pluto decide
que ha encontrado el lugar exacto para el tema, instintivamente gira sobre sí
mismo media docena de veces y comienza a defecar, sin prisa pero sin pausa.
Román toma la bolsa de plástico predestinada para ello, recoge sus heces y las
vierte en una papelera. Pluto arrastra las patas traseras contra el suelo de
manera reiterada y exagerada. Román le mira y le produce lo que en aquel
momento más se parece a una sonrisa.
Sangría. Eso es lo que Román
ha venido sufriendo en los últimos años.
Ya puestos, Román camina hasta
las parte más alejada del centro, donde hay decenas de apartamentos iguales,
blancos, con las puertas de alumnio clónicas y sin tiestos con plantas porque
ya no merece la pena. Román se da cuenta en ese mismo momento que ante tal
cantidad de apartamentos feos y alejados, vacíos, muertos… Román hablará con
Marina para convencerla. Convencerla de que hay que decir sí.
Sí a esa oferta de cuatro
perras por el apartamento.
Cuatro perras que taponarán la
sangría. Taponarán la sangría de momento.
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